Escribo una palabra y ya se hace instante, memoria y aire; un resplandor de relámpago. No sabemos si al acabar o al redondear la frase ella provoque en el ánimo del lector una reacción instantánea o tardará en germinar. Puede haber en ella ofensa, resquemor o alegría para el taciturno y bondad para el afligido. En sus densos y espléndidos Diarios o Tratados, publicados por La Laguna de Campoma, 2014, Rafael Castillo Zapata menciona a Paul Valéry y dice que Juan Ramón Jiménez habla de “un instante que hipnotiza al poeta”.

También en un instante se produce la vida, se escucha el llanto de quien no ha pedido venir a este “valle de lágrimas” y en otro instante la perdemos frente al guardia nacional, en la caída por las escaleras, a manos del malandro en la calle o en la bofetada que nos asesta el corazón.

En cada segundo, las agujas del reloj trazan el camino que las lleva a encontrarse con la hora, pero la hora dejará de ser la que es cuando el minutero alcance la siguiente y así, de manera implacable, el minutero va marcando los pasos que nos acercan a la esquina donde vamos a morir a manos del delincuente, despojados de los zapatos, del celular o del reloj.

En su momento, el hombre inventó el de arena y la clepsidra para medir el tiempo. Una ampolla discurre su arena o el agua en otra y esta, al llenarse y al dársele vuelta al reloj, su contenido prosigue el trabajo de medición. Lo que hacen estos relojes es visualizar las nociones de lleno y vacío como intrínsecas a la propia condición humana: señalan lo alto y lo bajo, lo de arriba y lo de abajo; lo celestial y lo terrenal. La arena o el agua enlazan el llanto del niño al nacer con los gemidos del moribundo al abrazarse a la oscuridad.

El hombre siempre se ha jactado de su astucia y ha creído triunfar sobre el tiempo y la muerte; ha sentido siempre el deseo de manipular al tiempo, detenerlo, confundirlo, hacerle creer que retrocede, que se devuelve, que aleja a la muerte; pero, artera, taimada, sin despojarse del sudario y de la guadaña ella sonríe oculta tras las cortinas y actúa al instante. En la película de Ingmar Bergman El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956) un caballero medieval juega ajedrez con la muerte y, creyendo desorientarla, le hace trampas.

Little Boy, la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945 desde la superfortaleza volante Enola Gay, en un instante que resultó eterno para la humanidad, acabó con la vida de 80.000 japoneses, dejó 50.000 heridos y arrasó 12 kilómetros cuadrados de la ciudad antes de las 9:00 de la mañana. Todavía hoy, en el quicio donde estaba sentado un hombre y donde cayó Little Boy, no se ha podido borrar del pavimento la mancha oscura de su cuerpo que se volatilizó. El crimen fue mayor porque 3 días después otra bomba arrasó casi por completo el puerto pesquero de Nagasaki, causando también en un instante 40.000 muertos y otros tantos heridos. Se comentó que el presidente Truman había dicho al barbero: “¡Aféiteme en silencio porque debo tomar una decisión importante!”. Después se supo que había exclamado sorprendido: Pero ¿hemos invertido tanto dinero y solo hay dos bombas?

En un instante, la chispa incendia la pradera y las criaturas del bosque huyen espantadas al sentir que el fuego se acerca. En un parpadeo, la misma chispa ofusca el entendimiento del hombre iracundo y el mundo a su alrededor estalla con potencia volcánica y en su ira destruye mobiliarios, memorias, afectos y, presumiblemente, la vida de otros. La ira conduce al furor, a la pasión desbordada, desconocedora de límites, al torrente que destruye todo a su paso, al alud de las vehemencias.

¡Apunten! ¡Fuego! y las balas del pelotón, en un instante, se hunden en el cuerpo del ajusticiado, orgulloso o aterrorizado, pero incapaz de escuchar el grito de fuego que lo aniquila porque las balas son más veloces que la orden del disparo o porque el que va a morir solo tiene detrás de sus ojos la calle donde nació, la imagen de la granja del padre tal como la vio la última vez o la triste alegría de la mujer a la que logró acariciar antes de que la fatalidad del instante lo tocara.

Es cierto que las adversidades y los infortunios se vienen, a veces, de a poco, reuniéndose, amontonándose sobre el escritorio, sobre la mesa de la cocina o del comedor y de pronto surge de nuevo la chispa, la llama encendida y en un instante todo se desmorona y todo se viene abajo. Y ocurre con el hacendado, con el burócrata, con el obrero o con el joven Werther que acaba de recibir las pistolas que para su deleite suicida fueron tocadas por las manos de Carlota antes de entregarlas. “¡Están cargadas…! ¡Dan las doce! ¡Sea, pues! ¡Carlota, Carlota, adiós, adiós!”.

Y pasa con algunos países: van acumulando desaciertos políticos, equivocaciones económicas, erráticos comportamientos sociales, negligencias en la cultura y van socavando las instituciones, erosionando la confianza que en sus mandatarios depositó el país. Y puede que, de pronto, el amasijo de arbitrariedades, crueldades y equivocaciones se deshaga en un instante, se derrumbe, y sordos a los reclamos, estúpidos en sus decisiones, tercos y altivos desde el poder; impunes, amparados en militares deshonestos y en narcotraficantes, los gobernantes precipiten al enseñoreado país que fue alguna vez a un abismo inflacionario; den la espalda al mundo libre, cierren las puertas, clausuren las ventanas y nos hundan a todos en la desventura…

¡Pero también en un instante puede volver la luz!


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