Dentro del silencio impenetrable –y que debiera ser inaceptable– que envuelve las negociaciones entre México y Estados Unidos sobre múltiples temas, parece haberse filtrado una versión novedosa. Reconociendo que los medios mexicanos y el Senado son incapaces de exigirle cuentas a Los Pinos o la Cancillería para que informen realmente de lo que ha sucedido (aún no hay un relato de la famosa conversación de hace un par de semanas entre Peña Nieto y Trump, que terminó en un enfrentamiento verbal citado por varios medios norteamericanos), debemos conformarnos con rumores o columnas receptoras de versiones sembradas, ciertas o falsas. Una de ellas estriba en la posibilidad de un entendimiento inminente sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

Según esta filtración, hacia finales de mayo habría un acuerdo “de principio” entre los tres países signatarios del acuerdo de 1993. Esto nos evitaría la aplicación de los aranceles de Trump a nuestras exportaciones de acero y de aluminio, así como el fracaso de las negociaciones antes de los comicios del 1º de julio. Incluso Peña podría intentar por tercera vez viajar a Washington para celebrar/firmar/aceptar el convenio de 2018. En una de esas, hasta sube ligeramente su nivel de aprobación y le da un pequeño empujón a su candidato presidencial. Pero hay un problema.

En 1992, sucedió algo por el estilo. México, Estados Unidos y Canadá llevaban casi dos años negociando el TLCAN 1.0. Se acercaba la elección presidencial norteamericana. Por ese, y varios otros motivos, los tres gobiernos decidieron apresurar las conversaciones, y en agosto de ese año, concluyeron con una ceremonia (puramente protocolaria) de firma en San Antonio, Texas. Concurrieron Carlos Salinas de Gortari, George H. W. Bush y Bryan Mulroney a la ciudad de El Álamo (quizás no la mejor selección) y firmaron el tratado (en términos mexicanos; para los otros dos países, un simple acuerdo comercial).

Pero, aunque Bush suponía que su reelección en noviembre resultaría pan comido, no fue el caso. Por múltiples razones, perdió frente a un joven gobernador de Arkansas, que además había hecho campaña contra el TLCA o Nafta, tal como había sido pactado por su rival. Bill Clinton ganó (de calle), Bush perdió y todo se le complicó a Salinas.

En efecto, el candidato demócrata victorioso de inmediato advirtió que no iba a hacer suyo el convenio firmado y que exigía agregarle dos cartas o convenios paralelos: uno sobre medio ambiente, otro sobre derechos laborales. En el fondo, se trataba más bien de “taparrabos” que otra cosa, pues al final del día significaron bien poco las adiciones al TLCAN. Pero así cumplía con sus promesas de campaña. La negociación duró casi un año y no fue sino hasta finales de noviembre de 1993 que el Congreso estadounidense aprobó el Nafta, por un pañuelo.

No tengo idea si Andrés Manuel López Obrador –que ya había cumplido cuarenta años en ese momento (los mismos que yo)– o Ricardo Anaya (cumplía quince) recuerden esta historia. Y de conocerla, tampoco sé si pensarán evocarla, de firmarse un “acuerdo de principio” un mes antes de las elecciones del 1º de julio, de ganar ese día. Creo, sin embargo, que cualquiera de ellos, en el muy probable caso de que uno de ellos resultara electo presidente, que no firmarían en blanco el Nafta 2.0 de Peña Nieto. Mínimo, invocarían el precedente de Clinton para por lo menos aparentar una diferencia. Sobre todo frente a un electorado que repudia al mandatario saliente en 80%, y que exige un “cambio” en una misma proporción.

Anotó una duda, descabellada, como todo lo que sucede hoy en México. Si Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador ya pactaron la victoria del segundo y el indulto del primero, ¿habrán convenido también la aceptación por Morena (presidente, senadores y diputados) para el TLCAN para entonces ya negociado? No creo, pero quién sabe.


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