Hoy escribiré sobre un sitio que me gusta y un buen hombre que partió, ojalá al infierno, como casi todos mis amigos cadáveres. Espero que cuando me toque empacar mi última maleta, Dios en dicha, me envíe a paraíso tan pecaminoso, candente, turístico y excitante.

El sitio: un restaurante de vieja data, en Caracas, llamado El Tizón. El amigo: Tavera, el mejor barman que he conocido.

El Tizón tiene una barra quitapesares fabulosa y una cocina con un maridaje perfecto entre comida peruana y mexicana, bajo la experiencia gastronómica de la misteriosa chef Vanessa. ¿Mi lugar preferido? Un rinconcito de esa joya en forma de barra.

Más que cliente, he sido amigo de Tavera y de Héctor, quien por cierto es igualito a Diego de la Vega, el Zorro. Ambos, a lo largo de mi vida, se convirtieron en psicólogos y cupidos. Entre margaritas, vinos, whisky y la mejor sangría del mundo preparada por Tavera, pasaba horas comiendo, bebiendo, hablando mal de todos los gobiernos, enamorándome, despechándome y haciendo negocios buenos y malos.

Durante 25 años me he sentado en la barra de El Tizón. Allí, me han maleteado, me he enamorado y he montado cacho infinidad de veces. Ojalá y cuando la pelona me llame, mis amigos esparzan mis cenizas en esa maravillosa barra donde la comida y el licor siempre han estado acompañados por bármanes, cocineros y mesoneros que, de tan amables, parecen los dueños del sitio.

Mi amigo Tavera siempre fue especial. En los años sesenta y setenta era hippie y participamos juntos en algo que se llamó: la experiencia psicotominética. Trabajó en Radio Capital. Sabía hasta de lo que no sabía y todo lo sabía bien. Tenía, según él, como cinco mujeres a la vez y creía que todas las demás le pertenecían también.

Un día Tavera enfermó y, sin embargo, nunca quiso dejar de trabajar. Era tan fanático de hacer feliz a la gente que en vacaciones y días libres se acercaba a El Tizón. En una ocasión, me dijo:

—Claudio, si algún día cierran El Tizón, yo me muero…

Y así fue. El Tizón fue remodelado y cerrado para su excelente y remozada presentación en sociedad. Ese tiempo, en el que El Tizón no abrió, un ángel disfrazado de barman aprovechó para morir.

Estoy yendo de nuevo a ese extraordinario y tradicional sitio. Mi rincón está allí. La barra, sigue allí. Detrás de ella, la sonrisa del amable y gran Héctor.

Por increíble que parezca, en espíritu gigante, también está Tavera, diciéndonos que la vida es bella y que se puede ser feliz.


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