La vocación de Juan Bautista Poquelin, nacido en París, la decidió su abuelo paterno, un buen señor, de aspecto venerable, que se pirraba por el teatro, se lo llevaba a unos teatrillos de mala muerte y de mala suerte que solían alzarse en los aledaños de París. La imaginación de Juan Bautista ante aquellas excitaciones poéticas pegó un estirón bien pronto. Realmente el pequeño Poquelin se creía haber nacido para creador de mundos; comenzó por cambiar de nombre para que su padre, tapicero de Luis XIV, el Rey Sol, celoso de su buen nombre, no bajase del cielo gritando, y se le ocurrió llamarse Molière porque recordó, de pronto, que así se llamó un cómico poeta, bastante mediocre, que había muerto hacía poco, sin descendencia que reivindicase apellido en tan mal uso.

Presentó sus obras en muchas ciudades de Francia, y acertó a presenciar una de sus farsas el príncipe Conti, quien recomendó a Monseñor, el hermano del Rey Sol, que protegiese la farándula molieresca, y que Monseñor logró de su febeo hermano consintiera en que la farándula molieresca se llamara en lo sucesivo la Troupe de Monsieur, la Tropa del Señor, esto es del Rey Sol, y que, por llamarse así, Monsieur pudiera fijar su teatro en París, dando origen así a la famosa institución de la Comedie Françaisedonde vi Tartufe, por primera vez; la he visto varias veces desde hace ya 43 años cuando era consejero económico en Francia.

Se han hecho también muchas pesquisas y conjeturas acerca del origen del nombre de Tartufo. La opinión más corriente y probable se basa en la siguiente anécdota: un día Molière, en la época en que planeaba el asunto de su comedia, encontrábase en la residencia del nuncio, con otros varios personajes eclesiásticos. Sirvieron unas trufas. La sola visión de estas animó el rostro beatífico de uno de aquellos comensales, quien eligiendo las más hermosas dijo al nuncio, señalándolas: Tartufoli, signor nuncio, tartufoli. Había en su manera de pronunciar la palabra tartufoli un no sé qué de penitente y de sensual que caracterizaba bastante bien la hipocresía. Ello impresionó a Molière y su personaje, sin nombre aún, tuvo ya el de Tartufo. Pues, como se sabe, en Italiano, tartufo es una contracción de tartufolo que significa trufa y mentira; y de aquí el antiguo vocablo español trufaldin, (bailarín, comediante), y el moderno truhán y trufar (mentir, engañar).

Tartufo es, seguramente, el personaje de Molière que pervive más en nuestra memoria, porque al ir descubriendo su verdadera intimidad, que los demás personajes desconocen aún, nos sentimos irritados contra él: y en esto se revela la calidad humana que Molière supo infundir a ese tipo de representativo. Deseamos, como ninguna obra molieresca quizá, el rápido y fulminante castigo de este maldito con dos caras, igualmente repulsivas a nuestra sensibilidad. Tipo este de Tartufo, o El Impostor, que se inició en las más remotas edades de la tierra y que perdura, a través del tiempo, hasta nuestros días, y pervivirá mientras exista esa fatal diferenciación que hace que unos hombres nazcan o lleven en sí esa fuerza de la verdad interna, y otros, en cambio, se acojan a una máscara y encubran tras ella sus peores instintos. Por eso, se ha representado miles de veces en todo el mundo durante los 349 años desde que el Rey Sol autorizó que se hiciese públicamente en 1669.

Molière no fue, como Shakespeare, un creador de pasiones. Fue un admirable creador de caracteres, un pintor excepcional de la vida en lo que la vida tiene de cotidiana. Pese a ser de los dramáticos menos originales, pues tomó sus argumentos de la farsa renacentista italiana: Terencio, Plauto; de los barrocos españoles: Tirso de Molina, Lope de Vega, Moratín, Hurtado de Mendoza, su genio resultó originalísimo, auxiliado por una sencilla y profunda psicología, por una gracia inimitable de exposición y de enredo, por un arte magnífico en patentizar la humana naturaleza. Todo en Molière es agradable y sugestivo. Lo bufo y lo severo. Lo sentimental y lo prosaico. Conoció el secreto feliz de la fortuna escénica que copia la vida: la mezcla especial de lo cómico y lo trágico, sin incurrir en disonancias.

Ahora bien, se desdobla en los medios de comunicación una carta de Timoteo Zambrano donde acusa sin vacilación a algunos “dirigentes” de “tener doble cara” ante el país respecto de la cuestionable negociación entre el desgobierno y MUD. “Me acusan de tener capacidad de diálogo con el gobierno, los mismos factores y partidos que tan frecuentemente me han pedido esa comunicación con el chavismo… El verdadero liderazgo es no engañar, es no presumir y no acusar en vano para ocultar otras carencias. Es triste ver capitanes de micrófonos que lucen mansos en encuentros bilaterales a puertas cerradas”.

En el párrafo anterior se hacen los trazados exactamente de la “doble cara”, del tartufo auténtico, del hipócrita y politiquero, sablista, que imbuido de cinismo rebosante del alma enferma se dedica a presentar diferentes facetas de su personalidad de acuerdo con las circunstancias, esto es, no hay transparencia, autenticidad, moralidad; es un engaño permanente que genera una gran desconfianza en los presuntos dirigentes, peor aún, en la indispensable actividad política, a la cual se considera el basurero de la verdadera antipolítica, puesto que todo el funcionamiento del sistema político arroja malestar nacional, no es prosperidad ni libertad, como corresponde al ejercicio de la noble política; el desgobierno “socialista” es, con las muletas de MUD, la antipolítica, lo contrario del legado de la política que hace siglos predicó y ejerció Pericles en la antigua Grecia de la que hizo una potencia militar, cultural y económica.

¿Cómo no puede entonces extrañarse el país de la crisis que sufre? Lo imperante en los mandos políticos es esa “doble cara”, que denuncia Zambrano, los que en público presentan una y en privado otra; los que “lucen mansos” en ciertos encuentros y agresivos en público para el “consumo de la galería” Es decir, la política innoble, antipolítica, es ejercida en esta Venezuela empobrecida, en gran parte, por la peor calaña, especie, de naturaleza humana, por pícaros atraídos por el tesoro público; es “gamelote” político, como lo demuestra la incultura y forma como se comportan y hablan muchos diputados, con sus excepciones.

Por eso la obra de Molière siempre es actual: por haber descrito psicológicamente al Tartufo universal que ahora Zambrano, asqueado y como víctima, plasma localmente con su acertada observación del sucio juego antipolítico nacional. ¿Creen ustedes, amigos lectores, que de ahí saldrá la recuperación del país con partidos plagados de bribones? En fin de cuentas, como he reiterado, es imprescindible una alternativa política que presente la otra cara sana de dirigentes que lleven en sí la verdad interna, y, tal vez, comenzaremos a progresar para reconstruir la nación que deseamos en libertad, justicia y bienestar.

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