A Henrique Capriles

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Quien haya sido protagonista de estos veinticinco años de oposición al asalto totalitario del caudillismo golpista protagonizado por Hugo Chávez y su camarilla militar, y estos dieciocho años de gobierno dictatorial subordinado al castrocomunismo, como es el caso de muchos de nosotros, no puede menos que asombrarse de los profundos cambios acontecidos en el curso de los últimos meses. Quizá incluso en el curso de los últimos días.

El primero de ellos tiene que ver con el derrumbe del principal escollo que encontramos quienes tuvimos plena conciencia, desde la aparición del teniente coronel por nuestras pantallas, de que el proyecto que se traían entre manos él y los restantes comandantes – todos ellos, sin excepción ninguna – era dictatorial, suponía un regreso a la barbarie y provocaría un desencajamiento telúrico de la institucionalidad democrática construida al precio de tantas vidas y con tantos sacrificios por los sectores más lúcidos y patrióticos de nuestra sociedad a lo largo de los últimos ochenta años de luchas sociales y políticas. Un período de dictaduras, represión, mazmorras y sufrimientos sin cuento, que comienza el Siglo XX con Cipriano Castro, se profundiza y extiendo por otros 27 años con Juan Vicente Gómez, se interrumpe brevemente con la revolución de octubre para continuar con la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, hasta desembocar en el acontecimiento más significativo de nuestra historia republicana, el 23 de enero de 1958 y el Pacto de Punto Fijo.

Ese escollo era la incomprensión de la naturaleza dictatorial del proyecto chavista, escorado desde un principio, así fuera a media conciencia, hacia el castrocomunismo, tanto como la naturaleza tendencialmente totalitaria del llamado socialismo del siglo XXI. Incomprensión que de buena o mal fe sostenían y profundizaban en la conciencia popular y en los restantes sectores de nuestra sociedad, en primer lugar la vieja y nueva izquierda socialista, así se hubiera distanciado de participar en dicho proyecto; el llamado chiripero agrupado en torno a Rafael Caldera, que sirviera una de las plataformas de lanzamiento al llamado “proceso”; amplios sectores académicos vinculados al marxismo leninismo y, aunque suene escalofriante, parte importante de la institucionalidad estatal y esa oligarquía mercantilista aferrada a las ubres del Estado dispensador de las riquezas obtenidas por la explotación del petróleo. En términos más genéricos, nos referimos a ese sustrato sociocultural estatista, estatólatra, socializante y caudillesco que ha lastrado a la clase política venezolana y a sus fuerzas armadas desde el fin de la dictadura y la formulación del proyecto sociopolítico encarnado en el Pacto de Punto Fijo.

Los mayores esfuerzos intelectuales realizados por algunos pocos historiadores, economistas, psicólogos, sociólogos y juristas que pudieron demostrar con prolijidad científica la naturaleza dictatorial del régimen implantado por Hugo Chávez con el concurso de Fidel Castro y las fuerzas agrupadas en el Foro de Sao Paulo no consiguieron romper el muro blindado de esa incomprensión. A lo cual coadyuvaron de manera sustancial los gigantescos recursos dispensados por el alto precio del petróleo y el carisma demagógico del héroe de la circunstancia, lo que le permitió a la dictadura ponerse la máscara de un simple y vulgar populismo capaz de mantener una democracia desordenada sostén de un mal gobierno. Al que se debía y se podía enfrentar con las herramientas tradicionales en el marco de los hábitos y usos electoreros enraizados en la conciencia popular. Y en todos sus partidos políticos de esencia democrática.

Todavía hoy hay quienes se niegan a reconocer la naturaleza dictatorial del régimen. Y son mayoría los que piensan que aún siéndolo, aseguran que se le puede derrotar electoralmente. Hasta hace unos días podían contarse con los dedos de las manos aquellos dirigentes que no sólo reconocían la naturaleza dictatorial y castrocomunista del régimen sino que sobrevivían transmitiendo el mensaje de que era posible, si se le dejaba continuar en paz, terminar por acorralarlo y derrotarlo en las elecciones presidenciales del 2019. No faltaron los ofendidos por la insistencia del Secretario General de la OEA en querer aplicar la Carta Democrática al caso venezolano. Podía aguarles sus expectativas. Gracias a Dios, lo logró. Quien hoy sostenga que es posible salir de esta pesadilla con las elecciones del 2018, o es un imbécil o un agente del régimen. Como lo dice la lógica: tertium non datur.

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Pasarán a la historia venezolana los protagonistas “salvíficos” del giro copernicano que ha sufrido la situación venezolana. Y uso el término salvífico,  de savia religiosa, pues me refiero a la Iglesia católica venezolana. Cuya Conferencia Episcopal, yendo incluso contra lo que pareciera creer el papa Francisco I, aseguró como la primera institución de validez universal en hacerlo, la naturaleza dictatorial del régimen imperante. Fue más lejos y acogiendo lo que algunos académicos y columnistas hemos sostenido desde hace muchos años, puso de relieve la necesidad imperiosa, cristiana, de rebelarse contra la dictadura, pacífica y constitucionalmente, pero en la calle, haciendo uso de todos los instrumentos que nos reconoce, legaliza y legitima la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. En particular el artículo 350, que reza: El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos.

Más explícito fue su rechazo al denunciar la naturaleza engañosa del llamado diálogo, usado como instrumento de disgregación de las fuerzas opositoras y postergación de cualquier solución pactada entre el gobierno y las fuerzas políticas opositoras. Se opuso, aún cuando dicho diálogo contara con la aprobación, incluso participación del Vaticano. Y desenmascarando nollen vollen la consciente o inconsciente complicidad de la dirigencia opositora que se plegara a los llamados del régimen, fracturando nuestro frente interno en uno de los capítulos más oscuros de la lucha democrática contra la dictadura.

El otro factor desencadenante de la crisis política en que naufraga la dictadura, posiblemente ya de manera irreversible, que pasara por encima incluso de la dirigencia opositora dispuesta a conciliar con el régimen, es tan sorprendente que hace unos años nadie hubiera podido ni siquiera imaginar que podría acontecer. Es la acción protagónica asumida por el Secretario General de la OEA Luis Almagro, que ha llevado a la Organización de Estados Americanos a asumir el papel al que la obliga su Carta Fundacional, pero por sobre todo la Carta Democrática firmada en Lima el 11 de septiembre de 2001 por todos los Estados miembros: velar por la vigencia del orden democrático y oponerse a todo régimen dictatorial en la región.

A la condena unánime de la Iglesia venezolana, se sumó la valiente e intransigente condena de Luis Almagro, quien en dos informes exhaustivos y demoledores no sólo demostrara la naturaleza dictatorial del gobierno de Nicolás Maduro sino que, al describir las reiteradas y contumaces violaciones del gobierno Maduro, propusiera la inmediata aplicación de la Carta Democrática, que en su primer artículo dispone: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla.” Y en su artículo 21, luego de enumerar distintas vías de acción política y diplomática para resolver los conflictos internos que la alteración de los valores establecidos en dicha carta por alguno de sus miembros hubiera provocado, establece: “Artículo 21 Cuando la Asamblea General, convocada a un período extraordinario de sesiones, constate que se ha producido la ruptura del orden democrático en un Estado Miembro y que las gestiones diplomáticas han sido infructuosas, conforme a la Carta de la OEA tomará la decisión de suspender a dicho Estado Miembro del ejercicio de su derecho de participación en la OEA con el voto afirmativo de los dos tercios de los Estados Miembros. La suspensión entrará en vigor de inmediato.”

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Tan sólida parecía la alianza entre la dictadura y algunos factores opositoras dispuestos a acompañarla hasta las elecciones de diciembre del 2018, que todo hacía pensar en que a pesar de la acción de la Iglesia y el empuje del Secretario General de la OEA, el gobierno Maduro parecía disponer de un cómodo margen de maniobra como para evadir, una vez más, el juicio condenatorio y final de un pueblo absolutamente desesperado por la grave crisis orgánica y existencial que padece. Pero carente, hasta ese momento, de un liderazgo decidido a acompañarlo en su rebeldía hasta sus últimas consecuencias.

Fue entonces que surgió, cosa insólita, y del seno mismo de la propia dictadura, el tercer factor desencadenante del que podría llegar a ser a corto o mediano plazo el fin del régimen dictatorial. Ante la urgente y drástica necesidad de firmar algunos convenios internacionales para obtener financiamiento que le permitiera capear el temporal económico que enfrenta y encontrándose con la oposición de la mayoría opositora en el parlamento, Maduro optó por la vía más directa e inmediata: liquidar las pocas potestades que le restan a la Asamblea Nacional, entre ellas la de autorizar tales gestiones crediticias, y transferírselas a si mismo mediante el artilugio de una ley especial dictada por un TSJ ad hoc montado por él mismo violando todas las disposiciones constitucionales y pasando a llevarse en el juego la inmunidad parlamentaria de los diputados opositores. Fue la famosa ley con la que el TSJ liquidó al parlamento,  declarando urbi et orbi la naturaleza definitivamente dictatorial, de iure y de facto, del gobierno Maduro.

Venezuela ha comenzado a vivir la vorágine que conociéramos en Ucrania y en la llamada Primavera Árabe. Un pueblo decidido a sacarse de encima la tiranía de un gobierno dictatorial, para mayor INRI al servicio de Cuba. En medio de un contexto internacional que termina constituyendo el cuarto elemento del ajedrez del giro copernicano señalado: ya no gobiernan los demócratas y Donal Trump parece decidido a retomar el liderazgo político, diplomático y militar de los Estados Unidos en el mundo. Si decidió incluso bombardear Siria por haber cruzado la linea roja, ¿tolerará un gobierno dictatorial a las puertas de su patio trasero que baile sobre todas las líneas rojas ventiladas en la OEA?

Si faltara algún otro elemento de perturbación del proyecto castrochavista – entronizar una tiranía de sesgo cubano en Venezuela per secula seculorum – la inhabilitación del líder opositor Henrique Capriles ha terminado por poner la guinda sobre la torta. Perteneciente al sector moderado y visceralmente contrario al uso de cualquier recurso que no se subordine a pactos y acuerdos electoreros con el régimen, su inhabilitación lo ha empujado definitivamente al campo de los radicales, que hoy por hoy dominan la escena y no parecen dispuesto a abandonarla. Poco importan los años de inhabilitación: parten del supuesto negado que Maduro gobernará por ese mismo período y que la dictadura habrá terminado por tragarse a la democracia venezolana como la ballena a Jonás. Un supuesto absolutamente negado. Tal como lucen los tiempos, esa inhabilitación durará lo que el viento en un chinchorro. Si hoy vale poco y no es más que un espantajo, mañana no valdrá nada.

De allí mi extrañeza ante algunos corresponsales de medios extranjeros muy importantes y de comentaristas políticos del patio, que dan por hecho el valor de tal inhabilitación y ya lanzan pronósticos para los candidatos opositores que se enfrentarán a Maduro en el 2019.. Creen, realmente, que esta crisis es agua de borrajas y no han fracturado al régimen, Yo te aviso Chirulí. Si el régimen resiste el embate de todos estos factores, se acabaron las elecciones presidenciales en Venezuela. Es bueno que se vayan bajando de esa nube y olvidar las mezquindades. Es ahora o nunca.


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