“Estados forajidos” son aquellos que tienen gobiernos fracasados, que permiten la violación de los derechos humanos, la violación del imperio de la ley, al mismo tiempo que son incapaces de sostener el orden legal interno, de suministrar eficientes servicios públicos, además de que manipulan la administración de justicia, impiden la cohesión social, carecen de legitimidad democrática, y para mantener la gobernabilidad, aplican el terrorismo de Estado y, en consecuencia, quedan inmersos en la corrupción y el crimen organizado.

Cuando un gobierno apela a la violencia para imponer su hegemonía presenta evidentes muestras de su decadencia. De todos es conocido que detrás de todo gobierno forajido hay un gobierno de facto que convierte la capacidad de maniobra política en un simple remedo de presidencia; en una especie de tutela presidencial, con la que pierde su razón de ser por causa de la pérdida de liderazgo.

Los gobiernos forajidos temen a las libertades ciudadanas y a los derechos humanos. Temen a las ideas, a la prosperidad del país, les atemoriza la inteligencia de los ciudadanos; por lo que pretenden crear sociedades que piensen y actúen como ellos, sujetos a su lealtad, reprimiendo y exterminando a quienes piensan diferente. Ante esos temores, los gobiernos forajidos pierden la perspectiva de la conducción del Estado, son mitómanos por excelencia y hacen el ridículo. En el fondo, el sentido de poder eterno crea una manifiesta cobardía, y lo que es peor, agrava la situación social, lo que en consecuencia genera inestabilidad política.

El terrorismo de Estado ha evolucionado a través de la historia, y hoy día los gobiernos forajidos lo utilizan para justificar ataques preventivos, mediante torturas, y hasta la suspensión de la protección legal a prisioneros. Michael Ignatieff manifiesta que por esta razón insisten en el diálogo en su pretensión de garantizar el reconocimiento de la defensa de los derechos civiles y el fortalecimiento de la democracia. ¿Cuál democracia?, se preguntarán muchos lectores. Obvia la pregunta, si se toma en cuenta que los procedimientos de estos regímenes socialistas, o mejor dicho comunistas, están reñidos con las libertades públicas y los derechos humanos.

El terrorismo de Estado es una táctica violenta dirigida principalmente a los civiles, con el propósito de atemorizar y desmoralizar al enemigo. Hoy en día la palabra “terrorismo” se emplea para caracterizar peyorativamente al adversario, de tal manera que a menudo se tilda de terrorista a todo aquel que no sea del agrado de los regímenes dictatoriales, y por ello utilizan todo tipo de acciones para justificar sus criminales acciones.

Según el profesor Ernesto Garzón Valdés, del Instituto de Ciencias Políticas de la Universidad de Mainz-Johnnes Gutemberg, el problema del terrorismo de Estado radica en su legitimación e ilegitimidad, pues hay quienes propician o practican el terrorismo de Estado para justificarlo. A su juicio, el concepto “legitimación” designa la aceptación de la regla básica de un sistema político por parte de quienes directa o indirectamente detentan el poder institucionalizado. Añade que es la clásica formulación de Max Weber, por cuanto es la existencia de una “creencia en la legitimidad”, es decir, en la creencia de que las reglas del sistema son las más adecuadas para la sociedad. Por ello, Weber utilizaba la expresión “creencia en la legimitidad”, en su sentido si se quiere un tanto neutral.

Explica Garzón Valdés que la legitimación es condición necesaria, pero no suficiente para la existencia de todo sistema político. El concepto «legitimidad» designa la concordancia de los principios sustentados por la regla de reconocimiento del sistema con los de la moral crítica o ética. La legitimidad no es condición necesaria ni suficiente para la existencia de un sistema político (efr. Garzón Valdés, 1987, pp. 5 ss.). Por definición, quienes adoptan el punto de vista interno predican la legitimidad del sistema ya que «los grupos consideraran a un sistema político como legítimo o ilegítimo en la medida en que sus valores coincidan o no con las propias valoraciones primarias» (Seymour Martin Lipset, 1959, pp. 86 s.).

No hay duda alguna de que en Venezuela estamos en presencia de un “terrorismo de Estado”, cuyas características exhibe el régimen de Nicolás Maduro a diestra y siniestra desde que asumió el poder hace casi cinco años. No vacila en ningún momento mostrar su pérfida maquinaria de terror mediante mecanismos represivos, tales como cárcel, exilio, persecución, prohibiciones, censura a los medios de comunicación, control mediático, centros clandestinos de detención, utilización de los llamados colectivos, que no son otra cosa que grupos armados a la orden del régimen, a los que convoca con inusitada frecuencia con el pretexto de defender la revolución socialista, marxista y mal llamada bolivariana, en su pretensión de deshumanizar al enemigo político, todo ello fuera del marco legal, mediante el ejercicio ilegal y anticonstitucional.

Lo ocurrido con el concejal Fernando Albán es una clara demostración de la pérfida conducta delictual de un régimen totalitario, divorciado del ejercicio democrático. El deceso, que el régimen califica como un suicidio y la oposición como una homicidio a manos de agentes del Sebin, ha generado en organismos internacionales, como la ONU, Comunidad Europea y gobiernos de España, Argentina, Brasil, Colombia, Paraguay, Chile y Ecuador, un repudio generalizado y el más claro rechazo a las pretensiones del régimen madurista de imponerse por la fuerza. Ya Maduro y su claque de camaradas rojos rojitos se terminaron de quitar la careta, y ahora se juegan el todo por el todo, sin importarles en lo más mínimo las severas consecuencias que de sus acciones pudieran derivar, incluidas las sanciones a las que están expuestos en la Corte Penal Internacional, cuyos delitos jamás prescriben.

careduagui@gmail com


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