En algún lugar he tratado de describir la esquizofrenia que vivimos los rebeldes sin causa de ese Berlín amurallado, asediado día y noche desde las brumas de la tiranía totalitaria que nos rodeaba como a una isla de fantasía en medio de un turbio y espeso océano de sargazos. Fuimos marxistas hasta la médula de los huesos, pero antisoviéticos, antiestalinistas, antidictatoriales, antiautoritarios y antitotalitarios como nadie. Sin que una contradicción tan apabullante nos causara el menor escozor. Y ya estamos en el tema del muro y la tentación totalitaria, pues la RDA y su MURO fueron el pasivo y como inexistente telón de fondo de todos nuestros esfuerzos por desenmascarar al nazismo del patio, que sabíamos habitaba y dormía en nuestras entrañas. Eran la consecuencia directa de la derrota de los padres y abuelos de mis amigos, camaradas y vecinos. En los rostros de hombres y mujeres mayores que nos rodeaban por doquier podíamos leer el destino de quienes hacía nada le habían entregado su alma, su corazón y sus vidas a Hitler, a Göring, a Goebbels y tolerado abierta o solapadamente la brutal e inhumana persecución a millones de alemanes del vecindario por el solo hecho de ser de proveniencia judía, supieran o no supieran que a partir de 1941 estaban siendo gaseados masiva, industrialmente.

No recuerdo en todos esos años de feroz rebeldía una sola manifestación que hubiera tenido por propósito denunciar la existencia de ese Muro de la Infamia ni alguna otra orientada a desenmascarar la naturaleza totalitaria del régimen soviético que lo pariera, ni del régimen totalitario chino cuya revolución cultural nos enloquecía o del régimen castrista, otro régimen totalitario que alabábamos como el non plus ultra de la rebeldía y la protesta antiimperialistas. Enarbolamos la bandera del Viet Cong y la imagen del Che Guevara en nuestras franelas y esmaltadas estrellas rojas, adorado como un héroe sin siquiera detenernos a reflexionar críticamente sobre su naturaleza homicida, su fascismo visceral, el uso estridente que hiciera de motivos nazis, como la alabanza de la tierra y la sangre, el Blut und Boden hitlerianos. Puesto a traducir su Mensaje a la Tricontinental para una editorial berlinesa de izquierdas me di de cabezazos tratando de eludir la crudeza de ese fascismo de abecedario que brotaba de la estúpida soberbia de un asesino serial: “Si nuestra sangre riega el suelo, etc., etc., etc.”. El Muro nos parecía un mal necesario, condenado a sobrevivir por los siglos de los siglos, como la división de Alemania, por cuya reunificación no apostábamos un centavo. Jurábamos que ambos expresaban una superioridad metafísica: el socialismo, una vez establecido, continuaría de aquí a la eternidad superando sus desviaciones y alcanzando algún día la utopía perfecta: la armonía universal, la reconciliación de los contrarios, el paraíso. Por entonces, en medio de nuestros delirios combatientes a favor de Ho Chi Minh y el Viet Cong, el Che Guevara y las guerrillas venezolanas, tumbar el Muro o reunificar Alemania eran señas de identidad de la ultraderecha germana. Por mi culpa, por mi culpa, por mi gravísima culpa. Agnus Dei qui tollis peccata mundi, miserere Novis.

Pues lo más grave de esos tiempos de ruido y furia fue el monstruo que llevábamos por dentro, Jeckill o Hyde, poco importa, a saber: nuestro impenitente anticapitalismo de manual. Que nos permitía realizar una doble lectura del totalitarismo: el nazi era indiscutible y digno de nuestra mayor repulsa. Expresaba el delirio imperial del gran capital monopolista. El soviético nos parecía, a lo sumo, una “desviación del leninismo originario”. Una aborrecible necesidad congénita. Lo que nos permitía tolerar el Muro y la infamia que él y la dictadura que lo erigiera representaban como un desvío, un mal menor, un totalitarismo de segunda naturaleza, subsidiario, un subtotalitarismo. Que hasta imaginábamos corregible. Asumiéndolo, en rigor, como un muro interior, más pérfido, más malévolo que el externo de bloques de concreto, porque era un muro de ideas, de conceptos, de falsedades. Como si en el concepto marxista mismo, en las entrañas del Manifiesto comunista y en la médula espinal de toda la construcción engelsiano-marxista no estuviera desplegada ya y en todo su esplendor la tentación totalitaria. A la espera de que Vladimir Ilich construyera el modelo para armar y diera con la exacta contraparte del nazismo hitleriano, el socialismo estaliniano. Todo lo cual, por cierto, arrastrado por los pelos del utopismo que lastra el pensamiento político occidental desde sus orígenes testamentarios, presocráticos, grecolatinos. Como se lo planteara Platón en La República y pretendiera llevarlo a cabo a riesgo de su cabeza con el tirano Dionisio el Joven, de Siracusa: construir la sociedad perfecta, un oxímoron. Esa tentación totalitaria que llevara a Heidegger a postrarse ante el caporal austríaco maravillado por la femenina suavidad y lozanía de sus manos. Las mismas que ordenaran el Holocausto.

Si algo ha quedado claro tras este siglo XX totalitario y febril es que el totalitarismo –o la tentación totalitaria, para regresarlo a su estado de latencia– lo llevamos en los genes, subyace a todas las utopías, incluidos desde luego el mesianismo y el milenarismo cristianos que nos inocularan los conquistadores con los llamados Doce de la Fama para sobreponerlo a la razón, nuestra asignatura pendiente –y combatirlo supone algo más que asistir puntualmente a periódicas elecciones y mirar con ternura a los hermanos Castro o a sus excrecencias caribeñas menores, como el teniente coronel de triste y nefanda recordación–. Es el sustrato de la barbarie, globalizada gracias al poder multitudinario de la demagogia y el poder irrefrenable del progreso material. Como lo denunciaran mis maestros Theodor Adorno y Max Horckheimer en la Dialéctica de la ilustración.

Sin entrar en la escandalosa aporía que lastra a todos los militantes y portadores de las ideologías totalitarias y en nosotros, los sesentayocheros, como nos llaman con sorna los alemanes, alcanzara ribetes de auténtica esquizofrenia: gozar de la máxima libertad posible y añorar el esclavismo, disfrutar del consumo de la riqueza social hecha posible por el modo de producción capitalista y apostar por un idílico paraíso absolutamente ilusorio y engañoso, coronado con hambrunas, penurias, sufrimientos y mortandades inenarrables. Goethe, el más grande de los poetas alemanes, y Hegel, la cumbre el pensamiento filosófico de Occidente, despertaron al horror que se incubaba a comienzos del siglo XIX en la civilización europea, brutalmente puesto al descubierto por el terror de la Revolución francesa y la desaparición de las monarquías, preguntándose por aquello que vendría a llenar el vacío de la legitimación divina del poder político, una vez desaparecidos sus vicarios monárquicos. Donoso Cortés, junto a Bonald y De Maistre, los tres grandes pensadores conservadores del siglo XIX, apostaron por la aparición de monstruosas dictaduras de corte planetario, facilitadas por la irrupción del anonimato colectivo en la escena política y el gigantesco desarrollo de las comunicaciones –el telégrafo, el ferrocarril y la navegación a vapor–, que por primera vez en la historia de la humanidad habían hecho posible la globalización en tiempo real del planeta.

Los totalitarismos anticiparon y fueron producto, al mismo tiempo, de la sociedad global. Del igualitarismo al que tanto temió Alexis de Tocqueville y del industrialismo que abrió los horizontes para inimaginables conquistas materiales. Y si bien la realidad y el concepto nacen unidos de la mano por Benito Mussolini, fueron conceptualizados avant la lettre por el pensamiento libertario, aterrado ante la alborada de la barbarie, por Nietzsche, por Donoso Cortés, por Kierkegaard, por Schopenhauer. Las dictaduras nacionales ya habían comenzado a sentirse incómodas reducidas al estricto terreno de sus fronteras y ansiaban fagocitar al vecindario. Como lo venimos sufriendo en América Latina desde la irrupción de los hermanos Castro el primero de enero de 1959. Mucho más en tiempos del predominio del mar en este nuevo Nomos de la Tierra, como lo describiese con su inocultable genialidad el pensador alemán Carl Schmitt.

Quien crea que el tiempo de los totalitarismos llegó a su fin con la desaparición física de Hitler, de Stalin, de Mao no tiene más que asistir al anhelo por establecer un Estado islámico. Y a la inocencia con que las izquierdas latinoamericanas juegan a la lucha de clases. Son las más recientes ensoñaciones del desvarío totalitario. Que al parecer, llegó en octubre de 1917 para quedarse. Si así fuera, el totalitarismo pretendido por el Estado islámico no será el último. Más que la tentación, comenzamos a sufrir de la añoranza totalitaria. Ese jarabe del que nosotros, los venezolanos, llevamos 14 años disfrutando en solitario. Dios nos asista.

Ponencia del foro La tentación totalitaria y la caída del muro, Cedice, Caracas, 6 de Noviembre, 2014. Participaron Marcel Granier, Mauricio Rojas y Antonio Sánchez García


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