Cuesta creer que la civilización occidental hubo de esperar hasta comienzos del siglo XVI, para que la idea de la infancia, como una etapa diferenciada y esencial en la vida de las personas, comenzara a conformarse, tal como la entendemos hoy. La especificidad propia de los niños tardó siglos en comprenderse. Desde la Antigüedad y a lo largo de los siglos, la mayoría de los niños se incorporaban a la edad de siete años a los oficios de la familia, pero también al trabajo para otros, a menudo en condiciones de esclavitud.

Cuesta pensar que luego de milenios, todavía en nuestro tiempo haya lugares en el planeta no solo en las zonas rurales, donde hay niños trabajando durante jornadas de hasta 16 horas, a cambio de míseros salarios, o simplemente a cambio de un plato de comida de dudosa calidad. Huelga decirlo: esos niños que, obligados por la pobreza extrema, abandonan la infancia y se incorporan a las peores realidades productivas, solo excepcionalmente podrán insertarse o reinsertarse en la escuela, alguna vez. Cuando las exigencias productivas interrumpen los años de juego y aprendizaje, algo se ha perdido en la vida de esos niños. Algo que no podrá recuperarse nunca.

Justo hace unos días, el 16 de abril, se conmemoró el Día Mundial Contra la Esclavitud Infantil, creado en 1995. Quizás muchos no lo sepan: el detonante de la iniciativa fue el caso de un niño paquistaní que fue vendido por su padre, a la edad de cuatro años. La Organización Internacional del Trabajo define trabajo infantil como el que priva a los niños de su niñez, de su potencial y de su dignidad, y afecta su desarrollo físico y psicológico.

Este año, la conmemoración viene acompañada de una importante noticia: el lanzamiento del Atlas de Derechos de la Infancia y Empresas 2018, elaborado por Unicef y Global Child Forum, cuyas cifras espeluznan. Aunque en los últimos años se ha producido una disminución promedio de un tercio en las tasas de trabajo infantil, comparado con el año 2000, todavía más de 152 millones de niños, entre 5 años y 17 años de edad, son trabajadores. Aproximadamente la mitad de esta cifra se concentra en países de África, en naciones como la República Centroafricana, Camerún, Somalia, Guinea-Bissau, Benín y Mali, que es donde el trabajo infantil es más extendido.

El atlas ofrece información sobre la cuestión en 50 países. Bolivia, Chile, Colombia, Cuba, República Dominicana, Ecuador, Guatemala, México, Trinidad y Tobago, son los países de América Latina incluidos en el análisis. En términos globales, las industrias del vestido y el calzado, las llamadas industrias extractivas –mineras–, las de alimentos y bebidas, y las de tecnologías, aparecen como las más proclives al uso de niños en sus procesos de producción. El informe las califica de “las más riesgosas” para los niños.

Como se sabe, incluso grandes empresas norteamericanas, canadienses o europeas están comprometidas en estas prácticas: tienen intermediarios en Asia, América y África que, mediante fórmulas inescrupulosas, contratan empresas que operan, con frecuencia escandalosa, al margen de la ley. Pagan salarios que, por lo general, equivalen a 25% o 30% del salario mínimo; los horarios oscilan entre 12 y 16 horas; el estado de las instalaciones donde trabajan es asfixiante, mal iluminado y ruidoso. En Pakistán, por ejemplo, en una suerte de sótanos clandestinos, en espacios sin ventilación, niñas de siete a diez años producen piezas que más tarde se usarán en la confección de ropas. Situaciones como esta no admiten eufemismos: son, ni más ni menos, que esclavas en pleno siglo XXI.

En días recientes, varios expertos han dicho: el atlas es una magnífica herramienta, pero hay problemas sustantivos que escapan a su propósito. Uno de ellos, el mencionado en el párrafo anterior: la complicidad de las empresas con este estado de cosas. Bajo el propósito de producir al menor costo posible, se aceptan situaciones violatorias de los derechos de los niños, de los derechos humanos y de la confianza que los consumidores invierten en grandes marcas.

El otro aspecto alarmante de la esclavitud infantil es el uso que  mafias y bandas delictivas hacen de los niños: prostitución, pederastia, pornografía, tráfico de drogas, sicariato, incorporación en calidad de niños soldados a ejércitos ilegales, guerrilla, y más.

Nadie con sensibilidad puede permanecer ajeno a esta realidad: donde hay niños trabajando, en 99% de los casos se está violando la ley y se está liquidando el potencial de futuro de un ser humano. Cuando la humanidad descubrió la noción de niño, fundó también la del adulto responsable y la sociedad obligada con este sector, germen del mañana. El flagelo no es solo cuestión de los gobiernos, también los consumidores están concernidos. Esos zapatos, flamantes y confortables podrían estar impregnados de sudor y lágrimas infantiles.


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