Al momento de sentarme a escribir este artículo, me pregunto si dispondré del tiempo suficiente para culminarlo, antes de atender a otro compromiso. Es probable que usted, lectora o lector, ya se haya preguntado si tendrá el tiempo necesario para leer esta reflexión hasta el final. Diversos estudios señalan que, en días laborables, podemos llegar al extremo de consultar la hora hasta cien veces. En días de descanso, por fortuna, el promedio se reduce hasta una cuarta parte.

La obsesión por el tiempo es uno de los signos de nuestro tiempo. Se manifiesta de muchos modos: estamos siempre bajo una sensación de déficit. Nos falta el tiempo. Tenemos más actividades previstas y proyectos de los que es posible ejecutar. En vez de poner nuestras expectativas bajo la lupa, y preguntarnos si son realistas nuestros propósitos, experimentamos al tiempo como a un enemigo, una especie de traidor que no es capaz de estirarse para complacer nuestros deseos.

Según lo señalado por Simon Garfield, la carrera en contra del tiempo empezó a masificarse hace como 250 años, cuando las líneas de trenes crecieron y se convirtieron en redes que cruzaban las fronteras e interconectaban unas regiones con otras, unos países con otros. El tren fue el factor que obligó a fijar los usos horarios, a contar el tiempo entre hora de salida y hora de llegada y, sobre todo, a educar a los usuarios en la lógica de la puntualidad: que los trenes operaban con una hora salida, sin permitir retraso alguno.

Así fue como se estableció una relación entre tiempo y eficiencia, que no ha cesado de crecer en nuestros días. Nada hay en el mundo que no haya sido medido, y ese afán por conocer la relación entre el tiempo y los hechos de nuestras vidas ha terminado por imponerse y adquirir proporciones preocupantes.

Miramos el reloj hasta cuatro veces en una misma hora; pensamos en el tráfico que podría afectarnos al salir de la oficina o al ir rumbo al colegio a buscar a nuestros hijos; definimos nuestro desayuno o nuestra cena en función del tiempo que disponemos para prepararlo; evaluamos nuestro propio desempeño menos por la calidad y más por la cantidad de cosas que podemos hacer. Privilegiamos la rapidez, la acumulación, las grandes cantidades, por encima de variables como detalle, profundidad, durabilidad. Somos parte de una cultura perseguida por el tiempo.

Pero este estado mental asociado a la falta de tiempo ahora mismo amenaza con convertirse en una epidemia. La cifra reportada por la Organización Mundial de la Salud no deja lugar a dudas: una de cada diez personas sufre trastornos de ansiedad que, como sabemos, a menudo actúa como la puerta de entrada a otras dolencias de la mente, y es la vía segura al padecimiento conocido como estrés crónico. La ansiedad, asociada al malestar por la falta de tiempo, es uno de los factores que inciden en la proliferación de las enfermedades crónicas.

Vivir en estado de permanente apuro no solo deriva en secuelas para la salud: también es un importante generador de costos. En Europa, por ejemplo, se han disparado las ventas de ansiolíticos a cifras que duplican las de hace cinco años. La ansiedad es una variable de peso en la siniestralidad doméstica, en los accidentes de tránsito, en los fallos que se producen en la vida escolar y laboral, en las problemáticas relaciones de las empresas de servicios con sus clientes, y es causa de dolorosas situaciones en el ámbito de la vida doméstica, en las relaciones de pareja y entre padres e hijos.

Hay razones de sobra para preocuparse. En un estudio de Microsoft y Media Lab del Massachusetts Institute of Technology se demuestra que las personas que se proponen realizar varias tareas a un mismo tiempo –azuzados por la falta de tiempo– cambian su concentración cada 47 segundos: van del ordenador al teléfono móvil, del móvil a Facebook, de Facebook a Instagram, vuelven a la pantalla, están allí menos de un minuto, antes de ir a buscar las noticias de última hora, en una carrera cuyo motor principal es el temor a perderse algo de última hora. Los especialistas han comenzado a referirse a este fenómeno en crecimiento como la era de las mentes dispersas.

Aprender a controlar este sistema de ansiedades no es fácil. Una vez que estamos bajo la presión del tiempo, revertir esa ansiedad es tarea que, posiblemente, no puede emprenderse sin la participación del resto de los compañeros de trabajo o de los miembros de la familia. Hay una tensión cada vez más palpable y riesgosa entre exigencia productiva y salud. Un primer paso, apenas un primer paso, nos exige evaluarnos y hacernos conscientes de si estamos o no tomados por la presión del tiempo que nos falta. Paradójicamente, se trata de algo que no conviene dejar para más tarde.


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