El acto de comer es uno de los más controvertidos de nuestro tiempo. Cada vez que nos sentamos a la mesa, numerosas consideraciones entran en juego: alimentos sanos versus otros que no lo son; si tienen o no grasas saturadas; si los contenidos de azúcar son adecuados o excesivos; si el conjunto está debidamente balanceado; si el número de calorías consumidas excede la austeridad recomendada; si tal alimento es bueno para esto pero malo para aquello; si el alimento es o no ecológico; si la granja o el centro de producción cumple con los vectores de sostenibilidad. Quien no está a dieta, está a punto de comenzar una. Sobre la alimentación opinan los médicos, los nutricionistas, los instructores del gimnasio, los profesores de yoga, las actrices, los deportistas, los profesores en la escuela y cualquiera de nosotros que, luego de haber leído algunos artículos aquí y allá, nos comportamos como expertos en la cuestión.

Al mismo tiempo, en el planeta se producen otros fenómenos: el placer de comer se extiende ahora mismo de forma ilimitada y la gastronomía vive un apogeo inimaginable hace tres o cuatro décadas; el índice de despilfarro de alimentos continúa creciendo: ahora mismo, de acuerdo con lo señalado por los estudiosos, alrededor de 35% de los alimentos termina en la basura, cuando hace cuatro décadas el promedio mundial no alcanzaba 20%.

A todo lo anterior hay que agregar la cuestión del hambre, asunto cada vez más acuciante. En un artículo publicado en este mismo espacio, hace unos pocos domingos, recordaba a los lectores que, ahora mismo, en plena era del despilfarro de alimentos y profusión gastronómica, 11% de la población del mundo vive en condiciones de hambre y subalimentación.

Cuando hace un poco más de 2 décadas, a comienzos de los años noventa, la posibilidad de los transgénicos se hizo pública, su principal argumento fue justamente que ellos contribuirían a paliar las situaciones de hambre. Había, además, otro poderoso argumento en juego, el del crecimiento de la población que, con el paso de los años, ha adquirido todavía más peso: si las expectativas de los demógrafos se cumplen, alrededor del año 2050 la población del mundo se habrá elevado a 10.000 millones.

Un alimento transgénico es una variedad producto de una modificación genética, en concreto, un alimento al que se le ha introducido un gen proveniente de otra especie para mejorar su rendimiento, para hacerlo más resistente a las plagas, para que pueda crecer con menor cantidad de agua o para que sea portador de una mayor carga vitamínica (como, por ejemplo, el llamado arroz dorado, diseñado para aumentar su carga de vitamina A), o para que no requieran el uso de herbicidas. Variedades de la papa, el maíz, el trigo, la soja o soya, el tomate, la caña de azúcar, el algodón, la calabaza o auyama, el café, los bananos, las uvas, el girasol, las naranjas, algunas carnes y leches, son transgénicos. Esta lista sugiere que, en alguna medida, la inmensa mayoría de los habitantes del planeta, seamos o no conscientes de ello, consumimos transgénicos.

Desde la perspectiva de la ciencia, cada transgénico es el producto de una faena que los científicos asumen durante años para lograr alimentos que, al obtener nuevos beneficios, no pierdan otros. Por ejemplo: el logro de variedades de tomate más resistente a las plagas y menos costoso de producir, pero que conserven el sabor de las especies originales, es un objetivo que ha requerido de años y años de sucesivas pruebas, ajustes y nuevas pruebas. Ahora mismo hay en Europa una investigación en proceso, sobre la que existen grandes expectativas, para producir una variedad de trigo sin gluten, que conservaría el sabor del trigo original. Cuando se logre, ello cambiará de forma significativa la vida de los celíacos.

Pero este mundo de promesas y soluciones está cargado de dificultades. Por una parte, está la cuestión de la propiedad de las patentes, que deja en manos de las multinacionales más grandes y poderosas decisiones clave sobre la cuestión fundamental de la alimentación, lo cual no garantiza que los alimentos bajen de precio y sean distribuidos entre quienes no tienen cómo pagar por ellos. A lo anterior se agrega otro elemento: las denuncias y actividades de boicot que las organizaciones ecologistas realizan en contra de los transgénicos, advirtiendo de posibles riesgos para la salud de los consumidores, y de lo que podría significar para la ecología planetaria: una agricultura mundial en la que predomine la producción transgénica podría ser factor que actúe en detrimento de la diversidad de las especies.

En relación con los posibles riesgos para la salud de los consumidores, la comunidad científica ha respondido de forma tajante: las denuncias hechas por las agrupaciones ecologistas carecen de pruebas, de fundamentos técnicos y de solidez científica. Son especulaciones. Y añaden: no hay evidencias que permitan establecer alguna relación entre transgénicos y enfermedades o consecuencias indirectas para la salud.

Con el paso del tiempo, lejos de amainar, la controversia alrededor de los transgénicos se ha acentuado, sin que aparezcan en el escenario cambios que permitan vislumbrar algún consenso mundial sobre esta cuestión fundamental. Muchos son los científicos que apuntan a los gobiernos y les demandan un mayor compromiso hacia el financiamiento de las investigaciones. Los ecologistas insisten, los científicos también, las multinacionales defienden el beneficio de sus logros. Mientras este debate se mantiene y es fuente de deliberación y ejecutorias en el campo legislativo y de las políticas públicas, el hambre continúa asolando las vidas de más de 11% de la humanidad.

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