Los avances en la lucha científica contra las infecciones, que habían comenzado a producirse en el siglo XIX, cristalizaron en 1928 con el descubrimiento casi azaroso de la penicilina por el científico escocés Alexander Fleming. Inquieta recordar que la humanidad tuvo que esperar casi dos décadas, hasta 1945, para que la penicilina deviniese un medicamento de distribución masiva. Ese 1945, Alexander Fleming, Ernst Boris Chain y Howard Walter Florey fueron reconocidos con el Premio Nobel de Medicina, precisamente por haber convertido la bencilpenilicina en un remedio aplicable a los pacientes.

Poco más de siete décadas han transcurrido desde el momento en que la civilización comenzó a recibir los beneficios de la amplia familia de antibióticos desarrollada y patentada desde entonces. Es incalculable la cuantía de las vidas que los antibióticos han salvado; no solo humanas, sino también de animales. Y han sido un factor clave en la expansión de la seguridad alimentaria.

Pero, paradójicamente, la panacea representada por los antibióticos no ofrece ahora mismo un futuro prometedor. Está en curso un proceso, natural y consecuencia de la acción humana, de desarrollo de resistencias en las bacterias ante los antibióticos. Cada vez hay mayor presencia de realidades bacteriológicas ante las cuales los antibióticos son ineficaces o impotentes.

Es un doble proceso, que ocurre de forma natural, pero también como consecuencia del mal uso de los antibióticos. Por ejemplo: cuando abandonamos un tratamiento antes del ciclo previsto, las bacterias cobran una alta probabilidad de sobrevivir, entre otras cosas porque han aprendido a evitar la acción bactericida. Si la enfermedad reaparece, hay una alta probabilidad de que se prolongue y de que una nueva dosis de antibióticos no obtenga el resultado previsto.

El aumento de la resistencia bacteriológica es multifactorial. El uso reiterado y excesivo de antibióticos, la falta de adecuación entre las características específicas de la infección y el antibiótico recetado, el abandono temprano de los tratamientos, el consumo de alimentos de origen animal o vegetal que, a su vez, habían recibido dosis de antibióticos a través de medicación o fertilizantes, son algunos de los factores que convergen en el fenómeno. La civilización se encamina a un enorme riesgo epidemiológico. Ya hay evidencias al respecto.

Esta amenaza se expresa en el hecho muy concreto, que ya está afectando a pacientes con neumonías, tuberculosis, salmonelosis y otras innumerables enfermedades infecciosas, quienes afrontan períodos cada vez más largos para curarse, con todo lo que ello significa en costos de medicamentos, horas de personal médico, hospitalizaciones y absentismo laboral. Enfermedades que hace dos décadas requerían de dos semanas de tratamiento y reposo se han convertido en padecimientos de todo un mes. Pero también, y hay que decirlo, el crecimiento de la mortalidad en enfermedades que hasta hace algunos años se tenían como rutinarias y controlables, está causando preocupación entre médicos y autoridades sanitarias.

Lo que a todos nos corresponde entender es que quienes desarrollamos resistencias a los antibióticos no somos las personas o los animales: son las bacterias. Por lo tanto, si comprendemos las características del fenómeno, seremos más conscientes de que hasta la propia seguridad alimentaria podría estar en peligro en los próximos años; y que no hay poblaciones ni grupos de edad mejor protegidos que otros. La posibilidad de consumir un alimento portador de una bacteria sobreviviente a un tratamiento o que las bacterias causantes de una infección resistan más allá de cualquier previsión, será cada día más recurrente.

En julio de 2017, el director general de la Organización Mundial de Salud, Tedros Adhanom Ghebreyesus, explicaba esto: tarde o temprano aparecerá una nueva epidemia que podría ser terriblemente costosa por su impacto en número de pacientes y por su costo en términos económicos. Ese hipotético factor X, que ha sido incluido en la lista de bacterias, virus, hongos y parásitos, podría aparecer, veloz y letal como nunca antes, alentado por las oleadas de millones de personas que, minuto a minuto, se trasladan de un lugar a otro, en metros, buses, trenes, aviones y de muchas otras maneras. La extraordinaria movilidad, que es uno de los signos de nuestro tiempo, podría ser vector de una pandemia de colosales proporciones. De hecho, unos meses antes, en febrero de 2017, la OMS había publicado un inventario de las 12 familias de las llamadas superbacterias o patógenos prioritarios, clasificadas como las más peligrosas para la salud humana.

¿Qué hacer, más allá de asegurar una mejor administración de antibióticos, y de advertir a los ciudadanos de estos riesgos? Prevención. No hay otra acción más efectiva que extender y garantizar las prácticas preventivas, que van desde lavarse las manos hasta cumplir con las metas de las campañas de vacunación.

En otras palabras, no hay camino más eficaz que reducir las cifras de infecciones que padecemos los ciudadanos del mundo. Solo eso hará más duradera la vida efectiva de los antibióticos. En materia de educación, debe difundirse los conceptos de administración adecuada de medicinas y, solo en casos estrictamente necesarios, indicar antibióticos. Como en todo lo relativo a la prevención, el papel del Estado y, sobre todo, de los gobiernos locales es fundamental. He aquí otra poderosa razón, en el marco del derecho a la salud, para repensar las políticas públicas en materia sanitaria.

En este asunto, como en tantos otros, el trabajo conjunto de las autoridades, el liderazgo y la comunidad es fundamental, puesto que se trata de comprender que lo mismo que nos salva podría dañarnos; y esta es una cuestión de mentalidades, de educación y de hacernos cargo de nuestras percepciones y responsabilidades.


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