El pasado 30 de abril de 2017, en esta misma sección, publiqué un artículo que tenía por título, “El venezolano migrante ha ensanchado el mapa del país”. La fecha es, por sí misma, significativa: en ese momento continuaban desarrollándose, repitiéndose a diario, con una voluntad fuera de lo común, las protestas que venían produciéndose desde comienzos del mes anterior –marzo–, y que se prolongarían hasta el mes de julio. La masividad, la intensidad y las consecuencias de las mismas despertaron alarmas en todo el planeta: más de 160 personas fallecieron durante las mismas. Los heridos se contaron por miles. Entre el recuento de las víctimas, destacan los jóvenes. Más de la mitad de los fallecidos tenía entre 18 y 28 años.

Aunque han transcurrido un poco más de trece meses, aquel artículo me luce remoto. El conjunto de los elementos que conformaban mi diagnóstico de entonces solo se agrava. No hay uno solo de los factores a los que hice mención en ese momento que no haya empeorado de forma significativa. La hiperinflación se ha convertido en una realidad apabullante. El número de personas que mueren por hambre a diario o por enfermedades que podrían controlarse, se ha multiplicado por seis. Los relatos que escucho de forma directa o se leen en el Informe del Panel de Expertos designado por al OEA para explorar la posible comisión de crímenes de lesa humanidad, y lo que reportan los medios de comunicación o que circulan en las redes sociales, son simplemente atroces. La que solía ser la nación con mejores indicadores de América Latina se ha convertido en la principal referencia de pobreza extendida y en crecimiento, con un régimen opresivo dispuesto a continuar en el poder sin aparente propósito de enmienda alguno.

Leo que se está produciendo un fenómeno masivo de deserción escolar. Que las personas no van a sus trabajos porque no hay transporte público. Que hay cientos de miles de vehículos parados por falta de repuestos. Que son más de 6.000 las industrias totalmente paralizadas. Que el crecimiento de la delincuencia es incesante. Que, asociado con la cada vez más extendida militarización, no del país sino de la realidad cotidiana, se ha conformado un cuadro que resulta insoportable, invivible para los ciudadanos, en particular, para los más jóvenes.

Los venezolanos tenemos que reflexionar en lo que esto significa: nuestro país genera una necesidad muy profunda, una desesperación, que es la de huir. Nuestra Venezuela, históricamente una tierra de acogida, ahora expulsa, repele, espanta, desata las acciones más temerarias, incluso en personas sosegadas y de trabajo. Hay estudiantes de distintas universidades, alumnos de mérito que, en medio de una trayectoria de excelencia, lo dejan todo y salen del país. Lo mismo ha ocurrido con profesionales del más alto nivel: un viernes se despiden de sus compañeros y, el lunes siguiente, envían un correo con la renuncia a su trabajo, desde cualquier país de América Latina. Huyen los perseguidos políticos y los que no. Huyen los profesionales de todas las especialidades. Huyen familias enteras. Huyen jóvenes sin un centavo en el bolsillo. Huyen las personas sin saber con exactitud hacia dónde van, sin saber dónde dormirán, qué comerán ni de qué vivirán. Las historias de las huidas, sin un miligramo de ficción, son ahora mismo una demostración de heroísmo civil que nadie hubiese podido pronosticar hace cuatro o cinco años.

Uno de los elementos, sin duda grave, que tiene esta continua fuga de capital humano es que no está debidamente registrada. No se sabe, con rigor, cuántos venezolanos han huido. A lo largo de 2017, se estuvieron repitiendo cifras entre 1,5 millones y 2 millones de personas. Al final de ese año circuló el informe de una encuesta realizada por Consultores 21 que arrojó una cifra todavía más exorbitante: la de 4 millones.

Este número ha causado polémica y ha sido refutado por técnicos de organismos multilaterales y por autoridades de los países que son los destinos prioritarios de los que huyen. Los registros sumados de los gobiernos de Colombia, Perú, Chile, Argentina, Brasil, Panamá, México, Estados Unidos, Ecuador, Uruguay, Costa Rica y Canadá, sugieren que, entre 2016 y marzo de 2018, entre 800.000 y 900.000 venezolanos han llegado a esos países y se han registrado ante las autoridades. Obviamente, esta cifra es deficiente: no incluye a los que tienen doble nacionalidad, a los que viajaron como turistas y se quedaron, a los que salieron por Colombia para seguir a otros destinos, a los que se marcharon en años anteriores. De los registros existentes se desprende que, entre 2004 y 2017, casi 1.700.000 personas salieron de Venezuela. Casi 900.000 a países del propio continente, otros 800.000 al resto del mundo.

Es evidente que Colombia, como destino o estación de paso, es el país por donde la huida ha sido más numerosa. En la reciente sesión de la Asamblea General de la OEA, la canciller de Colombia reportó el registro de 1 millón de personas que han migrado a Colombia, de los cuales cerca de 30% son ciudadanos duales (colombo-venezolanos) que han decidido retornar a Colombia o residenciarse en el país de su otra nacionalidad. Es bueno recordar que en los días más difíciles de Colombia –la década de los setenta y ochenta del siglo pasado– se produjo una masiva migración de ese país hacia Venezuela, en aquella época estimada en más de 3 millones de colombianos. Números importantes de personas también migraban en la década de los setenta hacia Venezuela desde los países del Pacto Andino, principalmente de Ecuador. El que era el país de las oportunidades para todos en América Latina se ha transformado en una nación de emigrantes.

Este caudal migratorio es ahora mismo uno de los principales desafíos para las políticas públicas de, al menos, ocho países en la región, que se están preguntando cómo manejar la cuestión, por las implicaciones humanitarias y políticas que representa. A diferencia de la Venezuela de los setenta que, favorecida por la abundancia petrolera pudo absorber aquel caudal sin mayor impacto económico inmediato –aun cuando sí lo tuvo con el correr de los años sobre el sistema de servicios sociales y públicos, así como en la explosión demográfica registradas en las inmensas barriadas de ciudades como Caracas y otras capitales del país–, los países receptores de la diáspora venezolana atraviesan por equilibrios económicos particularmente precarios o frágiles en estos momentos.

De forma simultánea, cada vez con mayor frecuencia se divulgan noticias de logros y éxitos que, en todos lo campos posibles, están consiguiendo los emigrados en otros países. Esto, se quiera o no, es toda una expresión de las oportunidades perdidas por el país: que gente de talento, energía emprendedora, imaginación y disposición al trabajo lo invierta y despliegue en otros lugares, porque fueron empujados a huir de su tierra, no puede ser sino una fuente de dolor por su doble implicación: el fracaso del régimen venezolano para canalizar el talento nacional, y la dificultad que ello implica para renovar la promesa de un futuro mejor. Por esa razón, en el plano personal e institucional he dedicado esfuerzos para construir una red de trabajo que, desde la diáspora, sea un activo para promover o allanar caminos para el cambio en Venezuela, y ofrecer ideas enriquecidas por las experiencias vividas en el exterior.

Aunque en lo inmediato sea imposible disponer de información confiable de cuántos venezolanos se han marchado del país, desde 1999 a esta fecha, es decir, más allá de su formulación cuantitativa, está otra cuestión fundamental: cuando ocurra el cambio, ¿qué le ofrecerá el país a los que se fueron? ¿Cuál será la propuesta? ¿De qué estarán hechas las políticas públicas para recuperar la mayor parte de la población que ha perdido? Porque de algo podemos estar seguros: Venezuela necesitará el regreso o la colaboración de sus hijos. La reconstrucción demandará la mejor sumatoria posible de entusiasmos, de emprendimientos y de ganas de construir y empezar de nuevo.


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