La semana pasada se celebró en Abu Dhabi la conferencia internacional Semana de la Sustentabilidad. Es quizás uno de los eventos de mayor influencia y prestigio para comprender las tendencias que están definiendo el futuro de los mercados de energía renovable, así como las innovaciones en este y otros sectores que impactarán los patrones de consumo.

Haciendo un paneo y lectura de todo lo que allí se discutió, me encontré con una entrevista fascinante al emprendedor e innovador disruptivo, además de profesor de Stanford University, Tony Seba. En su intervención este visionario hizo una predicción impactante, basado en la convergencia en que se encuentran los avances en tres ámbitos: la industria automotriz, las aplicaciones tecnológicas en teléfonos inteligentes y las energías renovables.

Según Seba, es altamente probable que, en 2030, hasta 95% de los usuarios de vehículos se desplacen en automóviles que no serán propios, guiados por sistemas inteligentes –sin intervención humana– y a partir de una solicitud hecha al momento (“on demand”). El servicio se solicitaría a través de nuestros teléfonos celulares; y, algo más: dichos vehículos serán eléctricos e independientes de todo tipo de energía basada en el petróleo o sus derivados.

Basado en esa impactante predicción, que se encuentra fundamentada en prototipos ya existentes y en desarrollo, ciudades como Phoenix, Arizona ya los están poniendo a prueba. Insisto: se trata de un proceso que está avanzando ahora mismo.

Esta nueva realidad, como es inevitable, tendrá un impacto en el costo de los vehículos, por cuanto se reducirá la tenencia y uso de vehículos personales dramáticamente. Y, por supuesto, representa una disrupción también en el mercado petrolero. De acuerdo con Seba, sus proyecciones indican que la demanda de petróleo llegará a un pico de 100 millones de barriles diarios en 2020, y luego comenzará un declive hasta 75 millones de barriles diarios en 2030. En consecuencia, a partir de 2022 los precios del petróleo comenzarán a descender, hasta estabilizarse a niveles de un precio de equilibrio en el orden de los 25 dólares por barril. En pocas palabras, no solo hemos ingresado de lleno en la economía del conocimiento, sino que esta perfila una era pospetrolera.

Paradójicamente, este tipo de eventos que miran hacia el futuro de una economía pospetrolera son organizados por países petroleros. Incluso, Arabia Saudita está en plena ejecución de un plan nacional denominado Visión 2030 (vale la pena destacar la coincidencia de esta fecha con las predicciones de Seba anotadas anteriormente), con el que se propone llevar a los mercados internacionales las acciones de la gigante petrolera estatal Aramco, y reinvertir el resultado de esa estrategia de monetización de sus activos petroleros, a través de un fondo soberano, en toda clase de proyectos, que incluyen infraestructura para el desarrollo doméstico, energías renovables, empresas de primer orden en mercado global y nuevas tecnologías. El fondo soberano saudita constituirá el fondo de inversión más grande del mundo.

No obstante, hay naciones que, a pesar de estas evidencias, se aferran de forma agonizante al modelo rentista petrolero sin entender el impacto y efecto disruptivo de las alternativas energéticas y la innovación, en lo que se perfila como esta era pospetrolera. Venezuela, Irán, Angola y Libia son algunos de los países que no parecen advertir lo que está ocurriendo en el mercado mundial. Sin embargo, hay entre estos países los que insisten en hacer esfuerzos de diversificación económica, sustentando simultáneamente su potencial de producción con inversiones dedicadas a mantener sus participaciones en el mercado petrolero. El caso de Venezuela quizás sea excepcional: la dependencia del ingreso petrolero ahora es total, en medio de una caída simultánea de los precios y la producción, a pesar de ser uno de los países con mayores reservas comprobadas y potenciales de petróleo del planeta.

La crisis venezolana se ha convertido en una tendencia de especial impacto en la región latinoamericana. Hace una década preocupaba la influencia negativa que ejercía el liderazgo de Hugo Chávez y su populismo neoautoritario en la región. Hoy la preocupación radica, ante el colapso económico de dicho modelo neoautoritario, no solo en las consecuencias de dicha crisis en el plano doméstico, sino en el impacto que podrían tener importantes movimientos migratorios ya en pleno desarrollo desde Venezuela hacia los países vecinos.

Recientemente, el ministro de Finanzas de Colombia, Mauricio Cárdenas, expresó la solidaridad y deseo de acogida a la migración venezolana por parte de Colombia, que incrementó en 110% durante 2017 –lo que representa un total de 35.000 venezolanos por día–, pero advirtió igualmente, que ello podría generar “una situación insostenible y de graves consecuencias desde el punto de vista económico y fiscal”. “Por eso que debemos evitar y prevenir esa situación… que, por supuesto, tiene límites”.

Evidentemente, uno de los límites que afecta a Venezuela y a Colombia, como a todo el planeta, tiene que ver con esa nueva realidad petrolera. Colombia venía expandiendo sus oportunidades económicas apostando, entre otras cosas, por el crecimiento de su sector petrolero, en una década de altos precios de este recurso como de todas las materias primas (situación que se ha revertido). Venezuela, por su parte, entra en crisis a partir del colapso de su economía de puertos totalmente dependiente del ingreso petrolero.

En el contexto de las tendencias de la semana de la sustentabilidad en Abu Dhabi, y de los pasos que está dando el Reino de Arabia Saudita, que destaca entre los países petroleros que sí se están anticipando a los cambios, es urgente revisar a fondo los modelos de desarrollo nacional, pero muy especialmente, el de cualquier sociedad –como Venezuela– atrapada, en medio de una profunda crisis, entre las redes de la economía petrolera en una era pospetrolera.

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