Con 81 años, acaba de jubilarse el australiano James Harrison, conocido como “el hombre del brazo de oro”. Nació en 1936. Cuando tenía 14 años tuvieron que extirparle un pulmón. Harrison recibió numerosas transfusiones que le ayudaron a preservar la vida. Recuperado, se comprometió a convertirse en un donante permanente. Tras una década donando sangre, los médicos le notificaron un día que su sangre tenía un especial anticuerpo, eficaz para actuar en contra de la enfermedad de Rhesus (también conocida como la enfermedad hemolítica del recién nacido). Su sangre serviría para producir la vacuna Anti-D. Pero para ello tendría que aumentar el número de donaciones. Harrison aceptó. A lo largo de su vida ha entregado al mundo 1.173 donaciones, que han servido para salvar más de 2 millones de vidas, incluida la de uno de sus nietos. El pasado mes de mayo los médicos de Harrison, dada su edad y el estado de su salud, le prohibieron continuar donando. De hecho, había sobrepasado la edad recomendable para esta práctica. La última donación ocurrió en medio de un acto donde se le rindió homenaje a su inmensa contribución. Harrison es un caso excepcional, pero, a un mismo tiempo, es parte de una cultura, en la cual el ejercicio de la solidaridad se expresa de forma constante, a lo largo del tiempo.

Según el reporte de la Organización Mundial de la Salud, 112,5 millones de unidades de sangre se donaron durante 2017. En términos generales, en cada donación se extraen 450 centímetros cúbicos de sangre. Ahora bien, y a esto me refería cuando hablé antes de una cultura de la solidaridad, casi la mitad de esta sangre proviene de países de altos ingresos, donde vive solo 19% de la población de todo el planeta.

En los países de ingresos altos, la tasa de donación es de 32,1. En los de ingresos medio-altos, baja a 14,9. En los de ingresos medio-bajos, desciende a 7,8. Y en los de ingresos bajos, a 4,6. A medida que se desciende en la escala de ingresos, disminuye la tasa de donantes. Otra diferencia sustantiva es que en los países de bajos ingresos 65% de las donaciones van dirigidas a niños menores de 5 años. Al contrario, en los países más ricos, 76% de la sangre se destina a pacientes que han cruzado la línea de los 65 años.

La OMS y otras entidades especializadas clasifican a los donantes en tres categorías: la primera, los donantes voluntarios no remunerados, como Harrison, que son personas que, de forma sistemática, donan su sangre, como una disciplina de vida. Por lo general, establecen un objetivo por año, entre una y cuatro veces, y lo cumplen. Un segundo grupo lo constituyen los familiares y los relacionados de los pacientes: donan en momentos de urgencia, cuando alguien próximo lo necesita. Es la conducta que predomina en los países de menores ingresos. La tercera categoría de la clasificación la constituyen los donantes remunerados, a los que me referiré más adelante.

Cuando se revisan las cifras, las culturas de la donación quedan claramente expuestas: en 74 países, más de 90% de la sangre donada provino de donantes voluntarios no remunerados. En los otros 71 países, esa cifra baja de forma ostensible, hasta 50%, lo que vuelve a poner sobre la mesa la cuestión de la solidaridad como práctica constante o como práctica asociada a específicas coyunturas. En el caso de América Latina hay que señalar que, según informe de la Organización Panamericana de la Salud, OPS, solo 41% son donantes voluntarios no remunerados. Los países con mejores tasas de donación en el continente son Argentina, Brasil y Colombia.

A pesar de que los organismos técnicos insisten en que lo ideal es que proliferen los donantes voluntarios no remunerados, la realidad es que el donante remunerado se ha multiplicado en distintas partes del mundo. En algunos casos, las propias familias ofrecen pagos a personas de su entorno, cuando no encuentran la sangre suficiente para atender a un paciente. Hay países que, bajo modalidades encubiertas, pagan a donantes para mantener sus bancos de sangre debidamente dotados. Está el caso, denunciado una y otra vez, de la supuesta venta de sangre por parte del gobierno de Cuba a países de Europa del Este y Asia, que las autoridades han negado. Y, tal como se ha conocido, está la acción de mafias que operan en puntos específicos de África, Asia y América Latina, que secuestran personas, le extraen sangre bajo amenaza de muerte, y que luego es vendida a pequeñas clínicas clandestinas que atienden a delincuentes o a combatientes de grupos paramilitares como en Colombia o África Central.

En medio de estas dos tendencias descritas hasta aquí, ha reaparecido un viejo negocio, con nuevo empaque: la compra de sangre de niños y jóvenes por parte de médicos y centros de salud, donde se atienden a pacientes con un poder adquisitivo muy alto: pueden pagar hasta 8.000 dólares por una transfusión de dos litros y medio de sangre (equivale a lo donado por casi seis personas). Periodistas que han investigado sobre este caso han publicado materiales que narran la promesa que médicos y empresarios le han hecho a ejecutivos de Silicon Valley: la sangre joven trae nuevas energías, reduce el potencial de algunas enfermedades, contribuye a la regeneración del sistema circulatorio.

Esta promesa, que ha recorrido la civilización por siglos, tiene un antecedente que está en los libros de historia: en 1492, Inocencio VIII, conocido como el “Papa vampiro”, aquejado de diversas dolencias, comenzó a ensayar distintos métodos. Primero bebió leche materna del pecho de una nodriza. También se sometió a un tratamiento con tés traídos de China. Hay versiones: alguien le convenció de beber la sangre de tres niños. El procedimiento fue desastroso: murieron los niños y el papa.

Médicos de distintas partes del mundo han advertido sobre los supuestos beneficios de estas transfusiones. Unos advierten que la sangre de un joven sano de 18 años es igual a la de un hombre sano de 65 años. Otros científicos señalan que no existe ninguna evidencia que establezca una relación entre mejora en los indicadores corporales y las transfusiones de sangre. Hay quienes han dicho, públicamente, que se trata de ofertas fraudulentas.

De vuelta al tema central de este artículo, hay que decir: nuestro continente está rezagado en la cuestión de contar con sistemas adecuados de donación y almacenamiento de sangre. Hace falta darle visibilidad al tema, propagar un compromiso entre los ciudadanos, modernizar los bancos de sangre, establecer las garantías de que toda la operación, desde la extracción de la sangre del donante hasta la transfusión al paciente, ocurrirá de forma segura y benéfica. Como en tantas otras cosas, América Latina también necesita políticas públicas para disponer de bancos de sangre suficientes y estables, capaces de atraer a donantes voluntarios, recurrentes y no remunerados.


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