Mientras el mundo mantiene su atención en las amenazas de guerra entre Corea del Norte y Estados Unidos, o en las secuelas que huracanes y terremotos dejaron en el Caribe, América Central y México, otra tragedia, paradójicamente más silenciosa, sigue su curso imperturbable: más de 815 millones de personas viven subalimentadas, según lo advierte un informe de la ONU publicado el pasado 16 de septiembre.

La cifra es alarmante, porque supone un aumento de 38 millones con respecto a 2015, cuando la cantidad de subalimentados ya era de 777 millones. Esto quiere decir que 11% de la humanidad todavía vive en condiciones de hambre, en pleno comienzo del siglo XXI. Esta noticia es, además, especialmente triste, porque desde 2000 los índices de personas subalimentadas habían venido reduciéndose lentamente.

Una revisión panorámica nos advierte que no hay región del mundo donde la problemática del hambre no proyecte su ominosa sombra. Incluso en Canadá, Estados Unidos y Europa Occidental, alrededor de 2% de la población está subalimentada. Las cifras de África Central y África Oriental descorazonan: 25,8% y 33,9%, respectivamente. Yemen, Sudán del Sur, Nigeria y Somalia, no son los únicos países con población subalimentada, pero sí donde la falta de alimentos se presenta de forma más extendida y severa.

Que el hambre se esté disparando ahora mismo en esa región del mundo no sorprende a nadie: se viene anunciando desde años. ONG, autoridades de organismos multilaterales y centros académicos no han cesado de emitir comunicados y alertas por todas las vías posibles.

Las causas de esta hambruna han sido estudiadas y divulgadas repetidamente: más de tres años consecutivos de sequía, que han producido una reducción extrema de la producción de alimentos; las guerras o la acción de grupos paramilitares en contra de civiles, que obliga a los productores a abandonar los campos y pasar a la condición de refugiados; la caída de los precios de algunos alimentos, como ha ocurrido con el maíz, que genera una disminución en los modestos ingresos de las familias, lo que redunda en verdaderas catástrofes, cuya primera consecuencia es la disminución inmediata y drástica del consumo de calorías mínimas necesarias.

Esta desoladora situación ocurre, de forma simultánea, en un momento en el que hay una sobreproducción de alimentos en el mundo, cuando hay países con epidemias de obesidad, y cuando la cuestión de cuánto y cómo comemos ha devenido obsesión de carácter planetario, tanto para encontrar placer en el acto de comer como para garantizar una vida saludable mediante la nutrición.

En algún artículo de este mismo año me he referido al despilfarro de alimentos, correlato del hambre que afecta a ese 11% de los seres humanos. La cuenta es simple y aterradora: un tercio de la producción de alimentos del mundo termina en los basureros. Si bien debemos abordar las causas estructurales y regionales o locales que permitirían resolver este grave problema en cada país donde se manifiesta; es preciso reconocer que hay comida suficiente para erradicar el hambre dondequiera que se encuentre, y todavía quedaría un considerable excedente.

No creo necesario agregar más. Quizás, solo una pregunta, que seguramente quedará sin respuesta por los próximos años: ¿será posible que algún día, solo con el diseño de una gran operación de redistribución del excedente de alimentos producidos y procesados, se logre reducir las tasas de hambre y subalimentación a cero? ¿Habrá la voluntad? ¿O persistirá la ceguera y la insensibilidad?


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