No sabría decir desde cuándo vienen ocurriendo. Quizás desde comienzos de los años ochenta del siglo pasado o antes. Se trata de un fenómeno que ha ido ganando espacio en las playas del Caribe y de América Latina. Se han vuelto lugares extremadamente ruidosos. Quienes visitan las playas, no parecen interesados en escuchar el sonido del mar. El equipo de sonido se ha convertido en un imprescindible, tanto como el traje de baño o el protector solar. Ya instalados en la arena, sus propietarios los ponen en funcionamiento al mayor volumen. Uno al lado del otro. Las músicas se fusionan al punto de hacerse indistinguibles. De todo ello resulta un batiburrillo sonoro. Un ruido constante e invasivo. En la mayoría de las playas, nadie se pregunta si el vecino está o no interesado en escuchar música.

Este fenómeno de la contaminación sónica que se ha apropiado de innumerables lugares públicos no es exclusivo de América Latina. En un artículo que publiqué recientemente sobre el fenómeno del robo y tráficos de arenas marinas, mencioné el caso de Sumaira Abdulali, quien casi perdió la vida en 2004 a consecuencia de un atentado que la mafia de la arena de la India organizó en venganza por sus denuncias. Pues, Abdulali también es famosa por sus infatigables esfuerzos en contra del ruido desproporcionado en las principales ciudades de la India, afectada por los ruidos vehiculares, cornetas, vendedores ambulantes, cuernos, mítines políticos y más. Luego de 7 años de acción infatigable, Abdudali logró, en 2009, que un tribunal de Bombay demarcara alrededor de escuelas, hospitales, iglesias y tribunales un perímetro de 100 metros conocido como “zonas de silencio”, donde está prohibido producir ruidos que afecten el derecho a la tranquilidad de personas enfermas, personas que trabajan o que aprenden.

La contaminación sónica o contaminación acústica es un fenómeno esencialmente urbano. Cuando el ruido es excesivo y permanente, o cuando se concentra de forma desmedida en lugares cerrados –como ocurre en centros de convenciones, estaciones de buses y trenes, restaurantes, discotecas, tiendas y bares–, produce efectos sobre la salud. Sensación de irritabilidad, estrés, la aparición de fobias a determinadas experiencias están relacionadas con momentos de intenso ruido, aunque no siempre seamos conscientes de ello.

La Organización Mundial de la Salud –OMS– ha repetido que el oído humano tiene capacidad para escuchar hasta un máximo de 65 decibelios. A partir de ese nivel, el exceso de ruido provoca alteraciones en el sistema cardiovascular y en la respiración. A esto hay que agregar la cuestión obvia de la pérdida parcial o total de la audición, dificultades psicológicas e insomnio. Otra consecuencia, de gran significación, se refiere al impacto que vivir en ambientes ruidosos produce en el sistema cognitivo de niños y jóvenes, cuyos niveles de rendimiento son más bajos que los alcanzados por quienes aprenden bajo condiciones controladas de ruido.

En el año 2015 la OMS hizo una advertencia que conviene recordar 3 años más tarde: 1.100 millones de jóvenes están en riesgo de sufrir pérdida de audición, producto del alto volumen con que escuchan música –especialmente cuando lo hacen con audífonos–, del uso prologado de teléfonos móviles, de la exposición a sonidos muy altos en estadios, conciertos y lugares nocturnos. Bastan 15 minutos de una sonoridad por encima de los 100 decibelios, para provocar lesiones en las células sensoriales. Esta es la razón por la que vemos en aeropuertos, en lugares donde hay obras en construcción y en pistas de carreras de automóviles, por ejemplo, trabajadores que llevan sus oídos protegidos por unos enormes cascos, o la razón por la que la OMS recomienda, a personas que se desenvuelven en ambientes de ruido alto y constante, que cada 15 o 20 minutos tomen unos minutos de descanso, es decir, sin ruido.

El llamado de atención de la OMS se fundamenta en evidencias concretas. Ahora mismo, en el planeta, hay más de 360 millones de personas afectadas por pérdidas auditivas. Y, hasta ahora, las investigaciones médicas no han logrado revertir ese proceso: la disminución de las facultades auditivas no se revierte.

Todo lo anterior nos devuelve a una creciente realidad que reclama el interés del lector: el creciente vínculo que se está produciendo entre ocio y ruido. Los juegos tecnológicos son cada vez más estridentes. Las canchas deportivas y los estadios se han vuelto experiencias atronadoras desde el comienzo hasta el final. Hay restaurantes donde los músicos que animan el lugar hacen imposible la conversación. Incluso, hay tiendas donde la música no es fondo, sino una presencia tan categórica, como si ella actuase como un factor que influye en la decisión de compra.

Si la Revolución Industrial cambió la atmósfera del mundo, al introducir la sonoridad de máquinas de vapor y de los engranajes como presencias inevitables del contexto urbano, los sonidos de la revolución tecnológica en curso posiblemente alcancen hasta el último resquicio de nuestras vidas y de nuestros hogares. Nos toca pensar y ser conscientes de lo que eso significa, no solo en el ámbito de la salud, sino también en el del espíritu: perder el privilegio del silencio o simplemente el de contemplar y escuchar la naturaleza; o compartir sin estridencias una caminata o una conversación en un lugar público, es perder un bien de la existencia, un bien necesario para ser, pensar y comprender la complejidad que nos rodea.

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