Centenares de instituciones en el mundo están ahora mismo dedicadas a pensar en el futuro de las ciudades. Vivimos el apogeo de lo urbano. Las proyecciones lo justifican: entre 75% y 80% de la población del planeta vivirá en ciudades dentro de unas tres décadas. Esa perspectiva, que causa preocupación y entusiasmo a un mismo tiempo, las coloca en el centro de las mesas de planificadores, emprendedores, equipos de políticas públicas, gobernantes y empresas.

Quien se aproxime al tema muy pronto descubrirá la ingente cantidad de encuentros, debates, grupos de investigación y debate, revistas y libros, que el fenómeno está generando a diario. Una primera aproximación nos coloca ante, al menos, cuatro temas esenciales: uno, el impacto que Internet ya ha comenzado a tener en la vida de las ciudades y que se incrementará en el futuro inmediato; dos, el crecimiento y concentración poblacional y, en consecuencia, el aumento del número de megalópolis; tres, la expansión demográfica y económica de los grandes centros urbanos versus unas zonas rurales cada vez más despobladas; cuatro, la potenciación que todos los procesos anteriores tendrán en sus países, y que probablemente tengan como resultado el que las ciudades se convertirán en grandes núcleos de influencia y de decisión política y legal. En este artículo me concentraré en comentar solo dos aspectos del primer tema: el de los profundos cambios que Internet está provocando en cuestiones medulares como la vivienda y el transporte.

En un plano general, está ya demostrado que la incorporación de nuevas tecnologías a la gestión de las ciudades tiende a producir, en plazo muy corto, ahorros de entre 20% y 60%. En el informe de 2016, “La tecnología y el futuro de las ciudades”, elaborado por el Consejo de Asesores de Ciencia y Tecnología –PCATS– del presidente Obama, se ponía especial énfasis en la oportunidad del presente: este es el momento para promover el uso de las tecnologías en los centros urbanos, sea cual sea su tamaño. Porque, además, los impactos ya se están produciendo, lo queramos o no, en la economía y el espacio físico de las ciudades. Los dos más evidentes son el cambio sustantivo que iniciativas del sector privado, como Uber y AirBnb, están produciendo en el universo del transporte y de las viviendas, respectivamente.

Las plataformas digitales han provocado, de forma casi inesperada, que personas o familias comiencen a obtener ingresos con sus vehículos o viviendas. Uber, presente ya en buena parte del planeta, y Cabify en América Latina, Portugal y España, han producido un terremoto en el negocio de la locomoción que ha beneficiado a los usuarios: en términos generales, ha significado una disminución de los costos.

Pero esto, como es obvio, no ha ocurrido sin consecuencias. La industria del taxi –cuyo inicio se remonta al París de 1640– ha sido afectada. Los gremios de taxistas, en varias decenas de países, han respondido haciendo uso de tribunales, aportando varios alegatos: que estas empresas basadas en plataformas digitales promueven el empleo precario, no pagan impuestos, no controlan el estado mental y de salud de los conductores y, en líneas gruesas, no están sometidas al mismo nivel de revisión y control que los taxistas profesionales. Hasta ahora, los gremios han logrado, al menos parcialmente, que los países pongan algunos controles. Pero la pregunta que cabe hacerse es, ¿durante cuánto tiempo lograrán detener un impulso que es tecnológico, cultural, económico y social?

Un estudio realizado por el consultor Bruce Schaller en 2017, quien se desempeñó como director adjunto del departamento de Transporte de Nueva York, estimó que Uber y Lyft remplazaron solo parcialmente el uso de taxis y otros métodos de transporte –trenes y autobuses–, y que el gran volumen de viajes es adicional: no se hubiesen producido de no haber existido la oferta de las plataformas.

Algo semejante ha ocurrido con la idea que originó la creación de Airbnb, de aprovechar el espacio no utilizado del parque inmobiliario: arrendar parte de la vivienda o la vivienda entera en las temporadas en que no estuviese ocupada. La promesa de aumentar los ingresos de las familias tenía, sin dudas, el empaque de un bienestar social.

El éxito de la idea ha sobrepasado a las más optimistas expectativas. En ciudades como San Sebastián y Barcelona en España, Venecia en Italia, Praga en la República Checa o Budapest en Hungría, no solo reciben cantidades de turistas que generan colapsos en los servicios, sino que edificios en las zonas más concurridas se han ido desocupando para convertirse en viviendas turísticas, violando los estándares de densidad e intensidad adecuados para las zonas urbanas. Igual que ocurre con las plataformas de transporte, los gremios hoteleros, a veces con el apoyo de asociaciones de vecinos, han denunciado estas prácticas con señalamientos parecidos: se trata de competencia desleal, que no cumple con los estándares que se exige a la industria hotelera, no paga impuestos y sirve, incluso, de fachada para cometer estafas. Uno de los efectos perniciosos que ha tenido, real y constatable, es que los precios de las viviendas en las ciudades turísticas han aumentado de forma considerable –entre 30% y 50%–, entre 2016 y 2017.

Otro factor controvertido, evidente en los dos casos aquí señalados del transporte y la vivienda, es que las plataformas digitales operan bajo un modelo que tiende al establecimiento de monopolios: mientras más crece la plataforma más capacidad tiene de imponer los precios, sin el beneficio más importante para el cliente, que es el de la competencia.

La reacción frente a este fenómeno ha sido desigual: hay ciudades cuyas autoridades han aprobado medidas que limitan la cantidad de viviendas turísticas, obligan a registrar los inmuebles que serán dedicados a tales fines, fijan el tiempo que pueden ser alquilados, establecen los requisitos mínimos que deben cumplir los propietarios, y otras exigencias. En muchas otras partes, no se ha producido reacción alguna, entre otras razones, porque el sistema legal no está en manos de las ciudades sino del poder central.

¿Qué cabe estimar para los próximos tiempos? Que las ciudades continuarán intentando proteger a los gremios de taxistas existentes en la sociedad. Pero es probable que esta posición no pueda mantenerse por mucho tiempo. Tarde o temprano terminará cediendo al empuje de la nueva economía. Llegará un momento en el que el negocio de los taxis deberá ser reencauzado, amenazado también por el posible progreso de los vehículos sin conductor. Es posible que, luego de que han servido a la civilización por más de tres siglos y medio, los taxis estén en camino de desaparecer a lo largo de las próximos treinta o cuarenta años.


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