Comenzaré este artículo dando cuenta de caso ocurridos en distintos países, que pueden servir de preámbulo para comentar una problemática que tiene carácter planetario.

En un reportaje publicado el 11 de marzo de 2015 por BBC Mundo, se cuenta la desaparición en Huizhou, ciudad ubicada en las proximidades de Hong Kong, de un niño de 5 años. El breve relato es un compendio de la desesperación de sus padres por encontrarlo, quienes lo dejaron todo –incluso vendieron un pequeño negocio que les servía de sustento– para consagrar la vida a buscar a su pequeño. En el primer contacto con la policía, un funcionario les dijo que no merecía la pena buscar al niño porque lo más probable es que lo hubiesen robado y lo hubiesen trasladado a otra ciudad. BBC Mundo cuenta que, de acuerdo con estimaciones hechas en Estados Unidos –porque China no tiene estadísticas oficiales al respecto–, se producen alrededor de 20.000 robos de niños y bebés al año. Un promedio de 400 por semana. Lo inesperado: a muchos de ellos los venden por Internet. Una niña cuesta alrededor de 8.000 dólares. Un niño alcanza el doble de ese precio. En el texto se cuenta cómo en un aviso encontrado en la red se ofrecía una beba saludable, de 8 meses, por 32.000 dólares. Los venden recién nacidos, de meses o de años. Algunos terminan en manos de familias dentro o fuera de China. Otros son incorporados a bandas de delincuentes. Las cifras de los bebés y niños rescatados son mínimas si se les compara con el número de los que desaparecen para siempre.

Hace menos de un año, en noviembre de 2017, en la prensa europea se publicó, con gran despliegue, el caso de 4.000 niños robados en Sri Lanka, cuyo destino fue Holanda. En estos hechos, además, aparece involucrado el propio Estado, que creó unas llamadas “granjas de bebés”, oficinas situadas en distintas partes de ese país –Sri Lanka es una isla de 66.000 kilómetros cuadrados, ubicada en el golfo de Bengala– que actuaba como intermediario de muchas maneras: les decían a las madres que sus hijos habían nacido muertos; convencían a los padres en situación de pobreza crítica de entregar a sus hijos en adopción, bajo un procedimiento que, en los hechos, significaba perderlos para siempre. Más todavía, hay funcionarios que llegaron al extremo de subastar a los bebés: se quedaban con ellos quienes ofrecieran una mayor cantidad de dinero. Estas historias terribles han comenzado a conocerse, lentamente, producto de la acción de la Unión Internacional de Adoptados de los Países Bajos, creadas por jóvenes de Holanda, que están investigando su propio origen, a pesar de los esfuerzos de sus padres adoptivos por evitarlo. Esa organización es la que ha reportado que, entre 1982 y 2000, no menos de 4.000 bebés de Sri Lanka fueron vendidos a holandeses. Es un signo de nuestro tiempo, jóvenes holandeses que viven en situación de prosperidad, que ahora están decididos a conocer de dónde vienen y quiénes son sus verdaderos padres.

Ahora mismo, en España, dos casos se cruzan en las páginas de la prensa de ese país. Uno, el de niños marroquíes que han sido robados en su país, transportados y vendidos a familias españolas. Las informaciones que se ofrecen arrojan cifras distintas, entre otras cosas, porque hay denuncias de bandas que se han dedicado a este delito, por décadas. También en España, como en Holanda, no solo investigan los cuerpos policiales o los historiadores, sino que niños que entraron en territorio español entre 1978 y 1985, han tomado la iniciativa de conocer sus propias historias, sin romper con las familias que los “adoptaron”, y buscar en Marruecos a sus padres biológicos. De forma simultánea, está la cuestión más punzante y de proyecciones políticas, que tienen las historias de los niños robados durante la dictadura de Francisco Franco, y entregados, bajo distintos procedimientos, a familias en distintas partes del territorio. Como es previsible, el tema es de extraordinaria complejidad porque hay quienes denuncian la cuestión como un delito sin atenuantes, y hay quienes sostienen que muchas de esas adopciones se hicieron por razones humanitarias. Algunos de los relatos son escalofriantes: madres que participaron en el entierro de sus hijos, que habrían nacido muertos, y que después abrieron las tumbas y las encontraron vacías. Hay denuncias que señalan la participación directa de médicos que, aliados con autoridades, se lucraban de estos procedimientos, o de autoridades que convirtieron a los huérfanos de la guerra en objetos de venta.

Basta hacer una búsqueda de noticias en Internet y los resultados serán abrumadores: en 2016, el Registro Nacional de Personas Extraviadas del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, de México, informó que entre 2007 y ese año habían desaparecido más de 25.000 bebés y niños en ese país. Una ONG, la Red de Madres Buscando a sus Hijos Desaparecidos en México, no solo reporta un número mayor –más de 27.000– sino que añade denuncias terribles: de cero a cinco años, el destino de los pequeños es la venta a parejas que no pueden tener hijos; entre 7 y 10 años, el uso de los menores está destinado al tráfico de órganos: los conducen a la fuerza a quirófanos donde les extraen algún órgano que termina en el cuerpo de algún paciente. También, una parte de estos niños son introducidos en redes de pedofilia y pornografía infantil. La Fundación Nacional de Investigaciones de Niños Robados y Desaparecidos señalaba el pasado 28 de junio, que en México hay 45.000 niños ilocalizables, cuyos destinos se desconoce. Un reportaje publicado en The New York Times informaba de mafias que llevan niños de Centroamérica hasta clínicas en la zona sur de Estados Unidos, donde pagan varios miles de dólares por extraer órganos de los pequeños. BBC Mundo, por su parte, narra transacciones de hasta 23.000 dólares por niño robado.

Las noticias sobre la cuestión son alarmantes e interminables. En Argentina, por ejemplo, desde 2014 se investiga los casos de jóvenes que podrían haber sido robados durante la dictadura, y que quieren conocer su origen. Hay estimaciones que señalan que los niños desaparecidos superan los 5.000. El diario El Espectador señalaba en agosto de 2017, que cada día desaparecen 7 niños en Colombia. En febrero, el diario La República, de Perú, decía que, en 2017, solo en la región de Arequipa, habían desaparecido 698 niños y adolescentes.

Esta relación podría continuar por páginas. Todos son datos que están disponibles por Internet. En conjunto apuntan a una realidad: como en la antigüedad, los niños siguen siendo objeto de una múltiple violencia, se los arranca a la fuerza de sus entornos familiares y culturales; se interrumpe su escolaridad; se los obliga, en el mejor de los casos, a incorporarse a una familia que no es la suya, pero también se los obliga a sumarse a grupos paramilitares, narcoguerrillas, bandas delincuenciales, redes de prostitución, industrias esclavistas, y a muchas otras formas de indignidad y desconocimiento de su condición de niños.

A todo lo anterior viene a sumarse la tragedia del niño convertido en mercancía de intercambios económicos. La pobreza extrema crea situaciones que son el puro horror, de las que sacan provecho miles y miles de familias de países ricos, que, bajo mecanismos de adopción, legales o no, se hacen de un hijo o una hija, cuyos padres viven –no se trata de huérfanos–, pero que no tienen condiciones para que sus hijos vivan sin hambre y sin enfermedad. Es tal la complejidad social que rodea a esta situación, que no son pocas las ONG, los gobiernos, los expertos en políticas públicas que sostienen que los sistemas de adopción, por imperfectos que sean, son preferibles, a la vida bajo realidades de extrema precariedad.

El robo o desaparición de bebés y niños está ocurriendo, con mayor o menor incidencia, en buena parte de planeta. Muchos son los factores que inciden en esta cuestión. Analizar las causas y modalidades en curso requeriría de un espacio que sobrepasa los límites de este artículo. Se trata, como el lector posiblemente ha concluido, de una tragedia –no la única–, alimentada por la pobreza y las brechas crecientes entre ricos y pobres. Quizás todavía nos separen décadas para que el robo de bebés y niños sea erradicado. Pero mientras avanzamos hacia allá, es urgente que en los países ricos y en las familias pudientes se establezca una conciencia de lo que comprar vidas u órganos de otros significa como desconocimiento de la condición humana.


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