Comenzaré por ofrecer algunas cifras que ilustren el auge que está experimentando ahora mismo la industria del turismo: la cifra anual de viajeros podría, este 2017, sobrepasar los 1.300 millones de turistas. Con el auge de las aerolíneas de bajo costo, el número de vuelos anuales también ha crecido: más de 37 millones por año. Ahora mismo están disponibles 4,2 millones de asientos para quienes se desplazan en avión. Todas las cifras del turismo están creciendo, y no se vislumbra que la tendencia cambie en los próximos años. Al contrario: dicen los expertos que dentro de una década serán incorporados 10.000 nuevos aviones más a la flota comercial del mundo. Solo en boletos aéreos, los turistas invertirán más de 630.000 millones de dólares este 2017. El turismo representa 10% del PIB del mundo.

Sin embargo, todo este enorme crecimiento no ocurre sin generar nuevos problemas y debates. Mirados en su conjunto, el boom del turismo podría ser uno de los fenómenos más emblemáticos de estos primeros años del siglo XXI. Una rápida mirada al asunto puede arrojar algunas ideas al respecto.

En primer lugar, en los cinco continentes están en marcha esfuerzos en camino por atraer a los turistas. Varios informes señalan que más de 5.000 ciudades están enfrentando reformas para atraer a la mayor cantidad de visitantes que sea posible. Ello se refiere no solo a la infraestructura y lo urbanístico, sino también a la estructuración de relatos históricos y culturales, al desarrollo de las gastronomías locales, a la formación de personas entrenadas para recibir a los turistas.

Estas inversiones y respuestas tienen, en contrapartida, críticos severos: arquitectos, urbanistas, sociólogos e historiadores, quienes sostienen que se destruye la ciudad real para reemplazarla por dispositivos escenográficos, que se fabrican heroísmos que no son tales, que se inventan supuestas tradiciones gastronómicas que no son más que falsificaciones para atraer al turista. Un ejemplo lo dice todo: alguien que visita la turística ciudad de Barcelona se encuentra en La Rambla a un vendedor ambulante pakistaní, que vende artesanía de México, que ha sido elaborada en China.

Mientras unas ciudades aspiran a convertirse en polos de atracción del turismo, otras lo cuestionan. Una de las reacciones ocurre en contra del turismo que no produce dividendos para las ciudades. Por ejemplo, el de los grandes cruceros que llegan a puertos del Caribe y Europa: los viajeros se bajan, recorren el lugar, visitan lugares de interés, no se toman ni un café, y regresan a su barco, en el que viajan bajo la modalidad de todo incluido. Autoridades, asociaciones de residentes, comerciantes y ciudadanos, especialmente en Europa, han comenzado a preguntarse cuál es el beneficio de recibir a turistas que no consumen, sino que simplemente recorren y miran.

En el caso de destinos emblemáticos, ha comenzado a aparecer una reacción conocida como “turismofobia”. En ciudades de España –país que ha sido reconocido por el World Economic Forum como el mejor destino turístico del mundo–, como Barcelona y San Sebastián, han comenzado a producirse ataques contra los visitantes: carteles exigiéndoles que se vayan, pinchazos a bicicletas y buses turísticos, y otras formas de abierto rechazo. Incluso se han producidos acciones de carácter físico: grupos de parroquianos han impedido que turistas ingresen a ciertos bares, ocupados por ellos. En un reportaje realizado por Radio Televisión de España, un ciudadano vasco reclamaba: tengo derecho de tomarme un café con mis amigos del pueblo, sin que haya turistas cerca. ¿Se trata, acaso, de una expresión de xenofobia? Los hechos ocurridos en Dobrovnik, el pasado mes de agosto, invitan a reflexionar: un estudio de la ONU estableció como límite sostenible, 4.000 visitantes por día. El colapso que producían y producen el promedio de 9.000 visitantes diarios provocó la organización de los ciudadanos: crearon una muralla humana que impidió que los pasajeros de 2 cruceros, recorrieran la ciudad.

Está comenzando a producirse un curioso fenómeno, propio de las contradicciones de nuestro siglo XXI: que el éxito se convierte en fuente de dificultades. En lugares que son grandes receptores de turistas, las autoridades y los ciudadanos deben afrontar nuevos problemas: oferta ilegal de viviendas turísticas, establecimiento de bandas distribuidoras de drogas, aumento de la cantidad de basuras, turistas que viajan para beber de forma desaforada e impiden el descanso de los residentes. El crecimiento del turismo, además, ha servido para que terroristas y bandas de delincuentes se trasladen a otros países, se instalen y comiencen a operar.

Otra corriente que no conviene obviar: la preocupación por la protección del ambiente. El año 2017 fue decretado por la ONU como el Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo. Algunas decisiones gubernamentales resultan ejemplares. Está el caso de Islandia, país cada día más visitado, que avanza en el proceso que convertirá más de 70% de su territorio en parque nacional. O el de Canadá, que este año espera culminar la construcción de The Great Trail, una ruta de 24.000 kilómetros –sí, 24.000 kilómetros– que los viajeros podrán recorrer a pie, en caballo o bicicleta, pero nunca en automóvil. O el caso de la histórica decisión del presidente Obama, en agosto de 2016, que ordenó la ampliación del Monumento Nacional de Papahanaumokuakea, Hawái, lo que significa instaurar un territorio protegido de 1.500.000 de kilómetros cuadrados –un territorio más grande que Perú–, donde habitan entre 7.000 y 8.000 especies animales.

Esta exposición de asuntos, a los que podrían agregarse muchos otros, es representativa de las problemáticas económicas, culturales, urbanísticas, ambientales, sociales y culturales que concurren en nuestro tiempo. Algunas de estas conflictividades tenderán a agudizarse en los próximos años. No pareciera que la decisión de las autoridades de los países pueda ser suficiente. Demasiados intereses están en juego. La búsqueda de los equilibrios no permite otro camino que el del diálogo y los acuerdos.


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