Basta con ver dos fotografías tomadas desde un satélite –están disponibles en Internet– para hacer evidente la gravedad del problema del Ártico. La primera fotografía se tomó en septiembre de 1984. La segunda, en septiembre de 2016. En esos 32 años –menos de la mitad de esperanza de vida de cualquier ser humano de nuestro tiempo–, el Ártico se redujo a la mitad: su superficie pasó de 8 millones de kilómetros cuadrados, aproximadamente, a un poco menos de la mitad: alrededor de 3,8 millones de kilómetros cuadrados.

Lo del tamaño de la superficie es uno de los problemas en curso. El otro es el de la profundidad de los bloques de hielo, asunto sobre el que los científicos de la Administración Nacional de la Aeronáutica y el Espacio –NASA– han venido advirtiendo de forma insistente: en zonas donde la profundidad del hielo era hasta de ocho metros, hoy raras veces supera los 2 metros.

En estas tres décadas, además, la humanidad ha perdido un tesoro científico: hielos milenarios se han derretido, sin que nos hayamos enterado de si ellos guardaban algún contenido de utilidad para la ciencia –como se sospecha–, que nos hubiese permitido sumar alguna respuesta a las preguntas de dónde venimos y hacia dónde vamos.

Es altamente probable que muchos lectores hayan tenido la oportunidad de ver las impresionantes e irrepetibles imágenes del momento cuando enormes bloques de hielo se desprenden de la gran masa polar y empiezan a navegar llevados por las corrientes marinas y los vientos. Pero ese es un viaje que dura muy poco. En apenas unos pocos días, mientras esos bloques avanzan hacia el sur, se derriten hasta desaparecer. El resultado es el que tanto se ha repetido: aumentan el volumen de las aguas de los océanos, lo que pone en riesgo las vidas y los bienes de las personas que viven en las costas del planeta. Las premisas vigentes hasta casi 5 años, de que las aguas de los océanos subirían entre 30 y 50 centímetros, han quedado atrás: los cálculos más conservadores hablan de un metro y hasta más. Solo quien se pare delante del mar e intente imaginarse que ese mar podría ser, en poco tiempo, un metro más alto, podrá imaginar las catástrofes urbanas que podrían originarse. Como ya se ha comprobado, el calentamiento tiene la facultad de crear situaciones climatológicas extremas que, cuando aparecen, arrasan con vidas humanas y animales, viviendas, calles, infraestructura, vehículos y con todo lo que encuentran a su paso.

El otro impacto es el que todos padecemos como consecuencia del cambio climático en cualquier parte del planeta: es que el calentamiento de las temperaturas del agua en los océanos. Los informes elaborados por el Laboratorio Nacional del Pacífico Noreste –PNNL–, de Estados Unidos, son concluyentes: nos estamos acercando a un aumento del promedio planetario de la temperatura de 2 grados centígrados, cuyas consecuencias serían simplemente catastróficas en términos de muerte de especies, revulsiones climáticas de efectos devastadores, cambios radicales en los modos de vida de aves, peces y mamíferos, cuyo destino se volvería, en muy poco tiempo, impredecible. Esos dos grados, que parece poca cosa, podrían cambiar hasta la viabilidad agrícola de especies que hoy son fundamentales en nuestra alimentación. Tengo que insistir en ese punto: cruzar ese umbral de temperatura podría conducir a la humanidad a situaciones sobre las que carecemos de conocimiento. Y si las cosas siguen como van, eso será irreversible, y mucho antes de lo que muchos piensan, porque otra de las características del calentamiento global es su aceleración, que avanza bajo patrones inéditos hasta ahora.

Solo una lista básica de todo cuanto podría pasar si el Ártico continúa derritiéndose requeriría de varios volúmenes impresos. Además de la pérdida de especies marinas, anfibios, aves, mamíferos, plantas terrestres y acuáticas, también se produciría el final –la destrucción- de bienes que son del espíritu, de los que poco se habla.

Estamos en camino, por ejemplo, hacia veranos sin hielo, lo que representa la desaparición de un paisaje referencial en nuestra visión del mundo, aunque nunca hayamos estado allí. La escena polar, como la escena marítimo-tropical o la escena de la selva tupida son aspectos esenciales de nuestro patrimonio de carácter espiritual, que muy pronto podría perderse para siempre.

En un reportaje, producto de la conversación con un grupo de personas que, haciendo uso de cuerdas y equipos especiales, bajan por fosas que tienen decenas y hasta centenares de metros, contaban que entre 15 y 20 metros de profundidad el hielo adquiere un color azul, incomparable con cualquier otro, que tiene un lejano parentesco con el añil, pero cargado de matices, de opacidades y brillos, de superficies y honduras como no hay en ninguna otra superficie en la Tierra. También eso se perderá si de inmediato no actuamos para detener el aumento de las temperaturas promedios del planeta. La Tierra, tal como la hemos conocido en los últimos 25 siglos, podría cambiar radicalmente.

¿Permitiremos que semejante destrucción se consuma? Es mucho lo que podemos hacer para evitarlo, no solo en el ámbito de políticas públicas conservacionistas o ambientalistas asumiendo la necesidad de migrar hacia plataformas energéticas limpias o verdes, sino también en los hábitos de consumo personal o en la forma que asumimos la producción y distribución de alimentos, entendiendo la importancia de la agricultura urbana y suburbana y la integración de mercados municipales abastecidos con productos orgánicos producidos localmente. Mucho de lo que debemos hacer depende de un cambio cultural que comienza en cada uno de nosotros para legitimar e impulsar políticas públicas que contribuyan a la preservación de lo más preciado y esencial: vivir en mayor equilibrio con la naturaleza.


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