El 11 de noviembre del 2011, la Amazonia fue declarada una de las siete maravillas naturales del mundo. Pero esa declaración, así como tantas otras que se han hecho en los últimos cincuenta años, no han logrado detener la paulatina destrucción de la región que también se conoce como el “Pulmón del Planeta”.

La Amazonia –la región amazónica– ocupa alrededor de 6 millones de kilómetros cuadrados (6 veces el tamaño de Venezuela). Está distribuida en 9 países: Brasil y Perú, que tienen las mayores extensiones en sus territorios; Bolivia, Colombia, Ecuador, Guyana, Venezuela, Guayana Francesa y Surinam.

El lector, de entrada, puede imaginar una de las consecuencias de esta distribución: aunque se trata de una región natural, relevante para el futuro mismo de la humanidad, sobre su territorio actúan nueve Estados distintos y nueve legislaciones, lo que, en vez de provocar una acción común, hace posible un universo de disparidades, descoordinación y falta de claridad en la urgencia que la Amazonia reclama para el bienestar y equilibrio ecológico de todo el planeta.

Como se repite en casi todas las escuelas, es el mayor bosque tropical del mundo. En su seno se encuentran las que deben ser las zonas más tupidas de la Tierra. Con respecto a las especies que viven en esa inmensidad, hasta ahora solo existen estimaciones, porque son más las especies desconocidas y sin clasificar que las conocidas: más de 20% de las plantas del planeta; más de 20% de las aves; varios millones de insectos; miles de anfibios; centenares de mamíferos; variedades de peces; innumerables serpientes entre las que se encuentran las anacondas, las más largas y pesadas del planeta; bosques de árboles que son especies únicas; plantas acuáticas, entre ellas, una que puede alcanzar un diámetro superior a los dos metros; todo ello sin contar con la presencia de especies vegetales y animales, cuyos colores no tienen comparación con ninguna en otros bosques tropicales. La situación de Perú es particularmente aventajada porque allí la Amazonia escala zonas montañosas que han dado origen a ecosistemas irrepetibles y endémicos. Por todas estas consideraciones, la biodiversidad de la Amazonia representa un banco de información e insumos para las investigaciones sanitarias y las medicinas tradicional y alternativa.

La gran paradoja es que, justo por su inmensidad –que escapa del control de todos los países–, y porque sus riquezas son inconmensurables, y porque todos los controles son insuficientes, ineficientes y, duele decirlo, están sujetos al avance de la corrupción, la Amazonia está siendo sometida a una destrucción múltiple, sin que ello parezca ocupar ni a los Estados, ni a la opinión pública, sino a organizaciones no gubernamentales, a centros académicos y científicos y, con suerte, a unos pocos funcionarios en los distintos países.

La Amazonia es uno de esos casos en los que las declaraciones rimbombantes no están debidamente acompañadas por los hechos. De hecho, un tema de complejidad superlativa es la postura de algunos gobiernos con soberanía sobre la Amazonia, frente a las propuestas conservacionistas vía tratados multilaterales. Muchas veces la Cancillería brasileña, por ejemplo, ha sido vocal expresando que la no explotación de todo el potencial económico de la Amazonia reporta un beneficio global que exigiría una compensación equitativa y equivalente a los países donde se ubica; e incluso señalando que bosques de magnitudes similares fueron explotados en su totalidad en territorios de lo que hoy son los Estados Unidos y otras partes del planeta. En el medio de estas posturas aparecen quienes piensan que existen formas de explotación o desarrollo controlado y sustentable en la Amazonia.

Lo cierto es que mientras el debate avanza, sin alcanzar consensos indispensables, los ataques ambientales, la devastación por zonas, el arrase de bosques enteros, la contaminación de las vías fluviales, la caza de especies que se consideran exóticas y la deforestación, responden a causas diversas: regiones en las que se están introduciendo cultivos, especialmente de soja para la alimentación animal. 15% del territorio está comprometido para la explotación minera, de petróleo y gas –sin contar con que son miles las peticiones ahora mismo en curso–. Muchas de esas concesiones han sido otorgadas en zonas que, además, gozan de protección legal específica. La cifra que sigue debe ser leída con la mayor atención: 24 millones de hectáreas, equivalentes a más de 36% del total, podrían ser arrasadas por empresas petroleras y mineras. Ello supondría la ocupación de casi 40% de los territorios indígenas.

A lo anterior hay que agregar el impacto que están causando las hidroeléctricas –leo que ya hay 154 y que otras 277 podrían ser construidas los próximos años–, cuya construcción y actividad genera severos impactos ecológicos. Y la construcción de carreteras. Y la aparición de pequeños poblados de viviendas precarias, que destruyen bosques y generan montañas de basuras en lugares donde no hay sistemas de recolección, ni de aguas negras y, a menudo, ni siquiera de agua potable.

Una, entre otras varias estimaciones, señala que, hasta 2013, se habían perdido casi 8% de los bosques amazónicos. Las perspectivas son atroces: alrededor de 30% más en los próximos quince años. Hay una presión incesante en los nueve países, por lograr cambios en la legislación, que conviertan en zonas productivas las que, al menos en lo legal, hasta ahora son zonas protegidas.

Todos estos datos y hechos son verdaderamente alarmantes. Si la Amazonia no adquiere la categoría de gran tema de las agendas públicas en los nueve países; si no aparece una generación de políticos que conviertan la Amazonia en el centro de sus discursos y su activismo; si no se crean redes de ciudadanos que propaguen estas realidades y exijan a sus gobiernos acciones concretas y diarias al respecto, las peores estimaciones se producirán, de aquí a 2040: que el Pulmón del Mundo quede reducido a la mitad.


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