Releer la mitología griega resulta muy enriquecedor para comprender los autores clásicos, y, de esa manera, cuando se lee a alguno de ellos, observamos alguna pintura, escultura u otra obra de arte, podremos hacerlo desde la perspectiva de quienes eran sus coetáneos. También nos ayuda a transitar los senderos que marcan cada cambio en las etapas de la humanidad y, por supuesto, viene en nuestro auxilio cuando queremos analizar el salto que se da del mito al logos.

Cuando los hijos de Saturno, amo del mundo, se repartieron entre sí el universo, a Plutón, quien era el menor de todos, le correspondió el lúgubre reino de los infiernos; siendo este cosmos el lugar donde llegaban las almas de los difuntos para ser juzgadas. Hades es, a la vez, el inframundo, mundo de los muertos y de los espíritus, como también es el dios de este ámbito.

Una figura, a veces olvidada, pero llena de un profundo simbolismo, es Caronte, el Barquero de Hades. Caronte maneja la barca que transporta las almas de los difuntos a través de la laguna de Estigia para entrar al Hades.

Es un anciano decrépito, andrajoso, de mal genio y había que darle un óbolo para que el alma fuese transportada. De allí que en la civilización griega, a los difuntos se les colocaba una moneda en la boca con el fin de poder darle el tributo al barquero. Él no rema, quienes lo hacen son las propias almas de los difuntos, que son golpeadas por él con una vara si no lo hacen con presteza.

Al traspasar las puertas de los Infiernos, Caronte entregaba las almas a Mercurio, quien las llevaba ante la presencia del tribunal que las juzgaría, fuero que estaba conformado por Minos, Eaco y Radamanto. Las almas de los buenos eran trasladadas a los llamados Campos Elíseos y las de los malos, arrojadas al Tártaro.

Mientras los Campos Elíseos era un lugar idílico, donde no existían el dolor, ni las bajas pasiones humanas, el Tártaro, custodiado por tres Furias, que azotaban a las almas condenadas, era el sitio donde vivían los que habían cometido crímenes atroces; habían deshonrado a su progenitores; era el sitio para los seres ignominiosos. Convivían con las enfermedades, los malos sentimientos, y cualquier monstruo que uno pueda imaginar.

A medida que se pasó de una mitología a otra, el Tártaro también sufrió modificaciones: la principal fue que el castigo estaba adecuado al tipo de crimen cometido. Por eso, vemos a Sísifo en el Tártaro, condenado a empujar por toda la eternidad una roca, que caía constantemente. El Tártaro lo vemos en la Eneida de Virgilio, y posee ciertas similitudes con el concepto del infierno del cristianismo. Hay mucha literatura que ilustra al respecto.

La discusión sobre la existencia o no del infierno ha ocupado en días pasados titulares de la prensa internacional. Fueron atribuidas al papa Francisco unas aseveraciones que, a su vez, fueron desmentidas por la prensa del Vaticano en un comunicado, donde fue enfatizado que el periodista que habló con el Papa, se ha caracterizado por no ser fiel en sus citas textuales.

Cabría recordar que, el 28 de junio de 1999, S. S. Juan Pablo II, durante la catequesis que impartía sobre el cielo y el infierno, decía que “la condenación, consiste precisamente en que el hombre se aleja definitivamente de Dios por elección libre y confirmada con la muerte, que sella para siempre esa opción”. Estas palabras causaron una conmoción similar en el ámbito cristiano y pueden ser leídas en documentos oficiales.

Reflexionar sobre estos temas requiere de un espacio mayor del que se suele tener en un artículo de prensa. Son temas muy profundos y difíciles que requieren mucha preparación para ser expuestos con claridad y exige que también sean leídas con atención.

Acaba de finalizar la Semana Santa, con ella, se abre el tiempo de Pascua y esta etapa del ciclo litúrgico tiene una duración de cincuenta días. Es una etapa de alegría, de regocijo, de resurrección. De tal manera que si se unen los conceptos adecuadamente es posible entender a cabalidad qué se ha querido decir cuando se habla del Cielo y del Infierno. La Resurrección es el talento de desplegarnos ante la vida; todo lo contrario a la Muerte.

Llámese tártaro griego, inframundo del mundo pagano, gehena judaico o infierno cristiano, no debe ser empleado para ocasionar desazón. En palabras de Juan Pablo II: “El pensamiento del infierno –y mucho menos la utilización impropia de las imágenes bíblicas– no debe crear psicosis o angustia; pero representa una exhortación necesaria y saludable a la libertad, dentro del anuncio de que Jesús resucitado ha vencido a Satanás, dándonos el Espíritu de Dios, que nos hace invocar Abba, Padre«.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!