«Soy aficionado a los cerdos. Los perros nos admiran. Los gatos nos desprecian. Los cerdos nos tratan como iguales».

Winston Churchill.

Después de amasar una considerable fortuna en el negocio del cemento, William Maxwell Aitken, barón de Beaverbrook, se trasladó a Inglaterra donde, mediante la adquisición del Daily Express que, bajo su mando, llegó a ser el periódico con mayor tiraje y circulación del mundo, y la fundación, entre otros medios impresos, del Sunday Express y el Evening Standard, se convirtió en un influyente magnate de la prensa. A él debemos un aforismo encomiado en las salas de redacción como la mejor definición de noticia que se haya producido jamás: “Si un perro muerde a un hombre, no es noticia, pero si un hombre muerde a un perroeso sí que es noticia”. Sabía de lo que hablaba Lord Beaverbrook y tanta razón tenía que, a casi dos semanas de producirse el hecho, se sigue comentado en las redes sociales –y durante varios días El Nacional lo incluyó entre lo más leído, compartido, visto y viralizado– que en Los Guayos (estado Carabobo) un hombre descuartizó a un perro para comérselo. El episodio que causó momentáneo estupor e indignación perdió dramatismo por su machacona difusión y, sobre todo, por la fingida incredulidad y los hipócritas desmentidos del oficialismo, responsable último de que casos similares sean parte de nuestro diario acontecer.

Que un hombre haya saciado su hambre con un perro callejero a la parrilla no debería ser motivo de asombro –tiene la humanidad más de un siglo engullendo perros calientes, bocadillos a base de salchichas de dudoso origen y factura elaboradas vaya usted a saber con qué clase de despojos–, dadas las deficiencias proteínicas inherentes a lo que la arrechera popular, devenida en vacilón, y por aquello de que al mal tiempo buena cara, bautizó “dieta Maduro”, eficaz régimen de ayuno obligatorio que se ha traducido en generalizada pérdida de peso del venezolano promedio; y, si tenemos en cuenta que alimentar a una mascota supone una erogación mensual de más de 7,5 millones de bolívares, se entiende que, antes de abandonarla a su suerte, un amo sin vocación de fakir ni de san Francisco de Asís decida beneficiarla y echársela al buche en suerte de comunión digestiva. Claro que las buenas conciencias, cual correspondería a las sociedades protectoras de animales, pegaron el grito en el cielo por el can sacrificado, sin reparar en que el comensal estaba pasando las de Caín.

La caninofagia no es, como se da por sentado, práctica exclusiva de los chinos, que “comen todo lo que vuele, excepto aviones, y todo lo que tenga patas, salvo sillas o mesas”. En Perú, mucho antes de que existiesen los chifas (restaurantes chinos), de acuerdo con el Inca Garcilaso (Comentarios reales), le metían el diente con entusiasmo a ese animalejo que la urbanidad y zoofilia occidentales reputan de mejor amigo del hombre. Continúan haciéndolo en Corea y Vietnam. En países de refinada cultura gastronómica, como Suiza, específicamente en Appenzell y St. Gallen, y según refiere el diario Rheintaler Bote, la canina, curada al aire y en salchichas, es carne tenida en alta estima. En Francia fue socorrido alimento durante las dos guerras mundiales, y era en Tahití pièce de résitance en los banquetes del 14 de julio. Si confiamos en Wikipedia –tesoro del saber del holgazán–, 25 millones de perros pasan anualmente a mejor vida a fin de satisfacer el apetito de golosos de todo el mundo. “¡Hay gente pa’ to’!”, habría exclamado aquel torero que se maravilló con el oficio de pensar ejercido por José Ortega y Gasset. Sí, hay dispersa por el planeta gente de gustos singulares, de modo que comer perro no es rareza o extravagancia, menos aún si la necesidad manda. Tampoco lo es comer gato.

La felinofagia se remonta al tiempo de los faraones, pues, para los egipcios de entonces, zamparse un gato era consustanciarse con Bastet, diosa de la armonía y protectora de los hogares. El célebre cocinero catalán Robert de Nola incluye en su Libre del coch Libro de guisados una receta con base en carne de minino. La citada y poco confiable Wikipedia refiere que en el festival Miaustura de Cañete, Perú, se sirven adobo, seco y carapulcra de gato. Y es muy arraigada la inclinación a meter gato por libre. Incluso a un país entero. Lo hizo Hugo Chávez con la revolución bonita.

En el chavismo militares y civiles se pelean como perros y gatos por el menguado botín, sin que el acento cubano de la voz del amo logre aplacar maullidos y ladridos. Asocié tal riña a la antropofagia, un tabú que en casos extremos no impide dejarse tentar por la carnosidad del prójimo –es emblemática la odisea de los sobrevivientes del siniestro aéreo acaecido en los Andes en 1972–. El año pasado se difundió una noticia, seguramente apócrifa, según la cual, para satisfacer epicúreas apetencias de carne humana –que no he comido, mas sí chupado– habría abierto en Tokio, Resu Ototo No Shokuryohin (Hermano Comestible), exclusivo restaurante que la serviría por unos 1.500 euros la ración. Una nadería comparada con los costos del canibalismo político.

“Es de temer que la revolución, como Saturno, acabará devorando a sus propios hijos”. Este premonitorio aserto, endilgado por igual a Pierre Victurnien Vergniaud y George Jacques Danton (jacobino este y girondino aquel), ambos de superlativa influencia en la Asamblea y la Convención revolucionarias y descabezados en la pavorosa invención del Dr. Guillotín, ha sido una constante en los procesos de cambios radicales y violentos en la vida de los pueblos. Venezuela no es excepción. En los últimos días, pareciera que la paranoia se instaló en la cúpula que ha conducido la demolición institucional de la nación y provocado el empobrecimiento de sus moradores. La degradación, expulsión y prisión de militares activos y el acoso a compañeros de ruta no difiere de la intención de desnacionalizar por “traidores a la patria” y asociación para delinquir, con Trump y el Grupo de Lima, a diputados opositores. Esta ofensiva hace pensar que, de no haber una conjura en progreso, se pretende, con el desgastado argumento de la desestabilización, desviar la atención de una campaña electoral en la que al asustadizo candidato a la reelección le puede pasar lo mismo que a Abundio, quien organizó una carrera para él solo y llegó de segundo. Por cosas así, los cochinos nos tratan de tú a tú.

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