Es un verdadero suicidio político la actitud antiunitaria asumida por la dirigencia política democrática. La consecuencia fundamental y decisoria de esa conducta es la oxigenación del régimen y su mantenimiento en el poder, situación por demás paradójica porque el mismo es abiertamente rechazado por la mayoría inmensa de la población que lo responsabiliza de la crisis sin precedentes padecida por el país, concretada en el retroceso colosal en todos los índices civilizatorios que experimentamos y en la depauperización  generalizada de la ciudadanía.

Para derrotar al régimen, sacarlo del poder, reconstruir el país y enrumbarlo por el sendero de la libertad, la prosperidad, la justicia y la seguridad es necesario construir una unidad política y social de dimensión nacional, visión estratégica, sólida y coherente con una dirección política integradora, representativa y eficaz, con un diagnóstico y un relato compartido.

Esa sigue siendo la asignatura pendiente de las fuerzas democráticas en la lucha contra el chavismo, antaño mayoritario y hegemónico, hoy minoritario y parapetado tras el aparato del Estado con el apoyo de la cúpula de la FAN (su único sostén real). Cuando la oposición ha logrado algún tipo de concertación ha avanzado e incluso derrotado al oficialismo.

La unidad vive horas bajas, muchos la reclamamos, los responsables de reconstruirla la sabotean. Mientras la oposición se dispersa y debilita su condición natural de alternativa de cambio, el chavismo, consciente de las poderosas fuerzas que ha conjurado en su contra, refuerza su unidad y cohesión para protegerse y seguir imponiéndole a  la sociedad su nefasta  permanencia en el poder.

La oposición ha vuelto a sus peores etapas y no porque el régimen haya recuperado el apoyo popular, sino porque buena parte de la dirigencia opositora cree y actúa bajo la errada premisa de que es posible unilateralmente y sin el concurso de todos los opositores derrotar al oficialismo. Eso fue precisamente lo que intentaron Henri Falcón y sus seguidores el 20 de mayo pasado y ya conocemos el resultado.

La dictadura se ha esmerado en hostigar, perseguir, reprimir y violar los derechos humanos, civiles y políticos de los sectores opositores más dinámicos y de mayor apoyo de parte de la ciudadanía: partidos suspendidos, líderes y militantes inhabilitados, detenidos, desterrados e incluso torturados; práctica extendida a líderes y activistas sociales y gremiales con la intención de desarticular cualquier intento opositor de consideración. Esas dificultades más bien deberían facilitar la convergencia y unidad de los partidarios del cambio. Sin embargo, ocurre todo lo contrario; en estos momentos el movimiento opositor se encuentra fragmentado en varios sectores.

 Es necesario reiterar que el  apoyo internacional a la causa de la libertad es importante, pero insuficiente para generar la salida del régimen. Sin una fuerte, articulada y masiva presión interna, el cambio necesario seguirá bloqueado. Es conveniente puntualizar que la presión internacional contra el régimen puede disminuir o matizarse porque depende de los cambios políticos que puedan producirse en algunos países. El futuro canciller del próximo gobierno mexicano anuncia que su política internacional se guiará por el principio de la no intervención en los asuntos internos de otras naciones; con Lula de nuevo presidente el panorama empeoraría. Seremos víctimas de la doble moral de la izquierda (incluso de la democrática) en estos asuntos.

Tampoco alcanza con la agudización y agravamiento de la crisis en ausencia de un actor político con capacidad de articular y dirigir la lucha por el cambio.

De persistir la dispersión de las fuerzas democráticas, las mismas se arriesgan a la irrelevancia; escenario nada conveniente para los intereses del país.


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