El balompié y el suicidio, dos temas sobre el tapete mediático, ponen en boca de opinadores y comentaristas un par de frases atribuidas a Albert Camus. En alusión al primero, porque, habría manifestado el autor de La Peste, “después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol”; en lo atinente al segundo, porque es clave para entender sus ideas respecto al sentido de la existencia: “El único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio. Juzgar si la vida es o no digna de vivir es la respuesta fundamental a la suma de preguntas filosóficas”. Del fútbol, una ordinariez en cuanto a deporte, a juicio de Fernando Savater, aunque fascinante en tanto fenómeno de masas, se encargarán de hablar, con lujo de detalles, entendidos y aficionados en estos días de quinielas, patadas y cabezazos; poco o nada podemos aportar nosotros a las pasiones que suscita esa exhibición de pantorrillas. Del suicidio, cuya representación simbólica podría ser el autogol, nos ocuparemos en las divagaciones de hoy.

Ojalá lo aquí consignado no sea tenido por luctuosa crónica farandulera o macabro desvarío en relación con la decisión de dos neoyorquinos ricos y famosos, Kate Spade, notable diseñadora de modas, y Anthony Bourdain, aclamado cocinero, de dar por concluidas sus representaciones en esta sociedad del espectáculo y, tal hubiese metaforizado con negro sentido del humor Enrique Jardiel Poncela, subirse a un coche fúnebre en marcha y decir ¡adiós mundo cruel! Dada las circunstancias, vale la pena afrontar el riesgo, sobre todo por la falta, o más bien exceso de temas que la (¿mala?) costumbre impone considerar ineludibles, verbigracia el celebrado triunfo de la diplomacia revolucionaria en la mismísima capital del imperio –“mesmesema” capital del infierno habría trinado con suficiencia retrechera el pájaro mariposón de los delirios maduristas–; pero un simple vistazo al tuit del usurpador basta para despachar el asunto: “Ha sido una gran victoria en la capital del imperialismo; vienen nuevas batallas por la verdad de Venezuela en la OEA y el mundo. ¡La espada de Bolívar camina por América Latina!”. De lo más cuchi esta alegoría del sable caminante, replicado al mayor vaya usted a saber en qué factoría de recuerdos patrioteros y distribuido indiscriminadamente por Nicolás entre sus impresentables pares, sin remordimientos ni ratón moral alguno.

Los suicidios de la modista y el chef indujeron a la revista People a comentar la proliferación de esa práctica en los medios artístico y deportivo; la BBC, por su parte, informó que el suicidio es, en Norteamérica, un grave problema de salud pública (entre 1999 y 2016 su número se incrementó 30%). Coincidiendo con las informaciones sobre el ahorcamiento voluntario de Bourdain, quien en vida reveló muy bien guardados secretos de fogones y no muy santos hábitos de sus colegas, apareció en El Universal un lúcido artículo de Jean Maninat –“¿Se suicidan los países?”, 08-06-2018)– a propósito de los procesos electorales de Colombia y México, con obligada referencia a la tragedia nacional, donde manifiesta su “sobrecogimiento” ante la tendencia de los seres llamados pensantes a tropezar reiteradamente con la misma piedra, y cometer los mismos errores una y otra vez, entregándose, embelesados por promesas de redención, a la voluntad de demagogos y falsos mesías. Y se pregunta: “¿Qué hace que una nación marche por decisión propia hacia el cadalso histórico de su autodestrucción? ¿Cómo puede un colectivo humano ser tan ciego y entregarse con entusiasmo a quienes serán sus verdugos? ¿Cuál es la pulsión que los anima en contra de un instinto tan primario como es el de protegerse de todo mal y amén?”.

Jean no despeja las muy pertinentes incógnitas planteadas en su ecuación, y, porque, es creencia popular, muchos amenes al cielo llegan –no sé si el suyo lo haga– intentaremos no responder a sus preguntas (acaso vana pretensión), sino aferrarnos a su mera formulación a objeto de tratar ciertas modalidades de suicidio perpetradas en el país. Comencemos por evocar, a modo de marco referencial, uno de los más curiosos fallecimientos por voluntad propia registrados en la historia antigua: el del astrónomo y filósofo griego Eratóstenes –entre sus haberes está la medición del radio terrestre–, quien aquejado de ceguera e impedido de leer –era director de la legendaria Biblioteca de Alejandría– dejó de comer hasta que la parca dio cuenta de él.

Habrá adivinado quien nos esté leyendo que los tiros apuntan a los designios de la “dieta Maduro”, con una salvedad: en nuestro aquí y ahora el ayuno terminal es un holocausto en cámara, llevado a cabo con la tácita aceptación del ciudadano ¿y a mí qué? El moroso y masivo suicidio inducido por el gobierno es imitación, en escala mayor, del “sacrificio” consumado, el 18 de noviembre de 1978 en Guyana, por un millar de seguidores de Jim Jones y su Templo del Pueblo o del viaje sin retorno de los ingenuos que, el 29 de marzo de 1997, en el rancho Santa Fe, California, conducidos por Marshall Appelwhite se liberaron de su prisión corporal con la ilusión de abordar una nave espacial apostada en la cola del cometa Hale Bopp a fin de trasponer las Puertas del Cielo –así se llamaba su secta–. En la misma onda de esos carismáticos impostores, Chávez prometió el oro, el moro y un mar de felicidad a los venezolanos, hoy condenados a la extinción si no logran escapar del campo de concentración custodiado por Maduro. O a una nueva inmolación comicial, si suscriben la tesis expuesta por un vocero del Frente Amplio según la cual la electoral es la única vía eficaz y segura de alcanzar los objetivos estratégicos de la plataforma unitaria –salir de Nicolás y luchar por el restablecimiento del orden constitucional–; en tal sentido, la propuesta ecuatoriana de someter a consulta plebiscitaria el fraude del 20-M –aplaudida por Julio Borges y Henri Falcón– le viene de perlas a una oposición supuestamente democrática, resignada a jugar a la defensiva. Y la resignación, sentenció Honorato de Balzac, es un suicidio cotidiano. No solo los poetas y los enamorados se suicidan. La muerte autoinfligida ha sido trágico final de déspotas y tiranos. Nerón optó por ella y, después de una chapucera intentona, pidió a un ayudante le rematara; siglos más tarde, Hitler se disparó en la sien con una Walther PPK 7.65. Claro, de nada sirve morir si no se hace a tiempo. Eso pensaba el prototuitero Jules Renard.

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