Alea iacta est es célebre locución latina puesta en boca de Julio César por Suetonio a objeto, quizá, de solemnizar el cruce del Rubicón, llevado a cabo la noche del 11 de enero del año 49 a. C., infringiendo disposiciones del Senado, y hacer más entretenida su Vidas de los doce Césares. La haya o no proferido el “Divino Julio”, la frase (“la suerte está echada”, en castellano) y el casus bellis asociado a ella se convirtieron en metáforas alusivas a empresas de altos vuelos y enormes riesgos. Por extravíos del calendario gregoriano, el cesáreo desafío a Pompeyo y a la máxima autoridad republicana ocurrió acaso un día tal el pasado 23 de enero, jornada trasnochada con bulos forjados en alguna sala situacional castro-chavista y bolas puestas a rodar ingenua e irreflexivamente por quienes no conocen trincheras distintas al teclado de sus móviles inteligentes y artilugios informáticos de última generación. Sin embargo, no solo para matar el tiempo de guerreros sedentarios sirve tanta tecnología; también ha sido utilísimo mecanismo de información y convocatoria en apoyo a un líder emergente y sensato, capaz de recuperar, en apenas dos semanas, la unidad extraviada tiempo ha y, mediante un cronograma sagazmente diseñado, alcanzar las orillas de su propio Rubicón, lanzar los dados y jugar el resto a ganador.

A cabildo llamó Juan Guaidó al ser designado presidente de la Asamblea Nacional, y presentó una hoja de ruta orientada al cambio, posible y plausible –cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres–, a ser explicitada por la diputación democrática en sucesivos encuentros con la ciudadanía. Y de cabildo en cabildo fue creciendo el entusiasmo de la gente. Y si bien analistas y opinadores discrepaban en sus interpretaciones respecto al fundamento constitucional de su propuesta –“se necesitan más ciudadanos y menos constitucionalistas” afirmó el Dr. Alberto Arteaga–, no vacilaron en refrendar con su unánime visto bueno las expectativas generadas por el revitalizado Parlamento, único poder público legítimo y representativo del soberano, y su flamante presidente, quien comenzó a perfilarse como el hombre llamado a llenar el vacío creado por la confiscación roja de la primera magistratura. El rumbo estaba definido. La camarilla usurpadora se encargaría de obstaculizar el trayecto, poniendo a prueba la tolerancia y paciencia del venezolano.

Es difícil concederle o negarle el beneficio de la duda a la sargenteada del Escuadrón Montado de Cotiza y, probablemente, nunca sabremos si se trató de una protesta genuina, motivada por los perniciosos efectos de la dieta bolivariana o, al contrario, de un globo de ensayo dirigido a evaluar el comportamiento de la población ante un eventual alzamiento castrense, en cuyo caso no sería asonada sino payasada: estaríamos ante un montaje, ¡otro más!, análogo a la farsa de los drones y el improbado intento de tiranicidio escenificado en agosto de 2018. En todo caso, falso o real, el motín contribuyó a despertar al común del letargo provocado por las vacilaciones de una oposición sin norte, dada a bailar merengue zapateado con el enemigo, a cambio de irrisorios espacios para la supervivencia de aparatos desvencijados y maquinarias oxidadas por la inacción, la falta de creatividad y excesivos pragmatismo y burocratismo partidistas. El confuso despelote del lunes 21 encendió la mecha de la espontaneidad, retumbaron cacerolas y reaparecieron barricadas levantadas en defensa de comunidades amenazadas por colectivos paramilitares o parapoliciales, lo mismo da, y los órganos represivos de la dictadura: no han interrumpido su ofensiva desde entonces y pudiesen prologarla hasta que alguien le diga al impostor, como Llovera Páez a Tarugo: “Mejor vámonos, compadre: aquí no nos quiere nadie”.

En su condición de cabeza del Poder Legislativo, Guaidó ha asumido las atribuciones y competencias del Poder Ejecutivo con miras a desalojar de Miraflores al ocupante ilegal. Este no se marchará de allí espontáneamente. No tiene la entereza de un estadista para reconocer su fracaso ni la grandeza de un líder para desechar las imposturas. De momento, estamos a la espera de que las fuerzas armadas –pluralizo porque me refiero a los cuatro componentes– entren por el aro de la constitucionalidad, reconozcan como su comandante en jefe al recién juramentado presidente interino, procedan a detener al usurpador y su banda de facinerosos y los pongan en un avión rumbo a Corea del Norte u Osetia del Sur o la quinta paila del infierno, aunque ello suponga perdonar lo imperdonable –de no proceder en este sentido, estarían traicionando su función de garantes de la paz y seguridad de la nación–. Ello redundaría en beneficio de una institución degradada por altos oficiales corrompidos con prebendas de la satrapía o vinculados al narcotráfico, a la cual, no obstante, se le ha tendido la mano con una Ley de Amnistía.

A la vigilia de Dios(qué me has)dado nadie asistió. La protesta ciudadana continúa el jueves cuando estas línea pergeñaba. Las consignas voceadas ayer han aún retumban en mis oídos. Se produjo un salto cualitativo y se avanzó del reivindicativo clamor por alimentos, medicinas y seguridad, a una exigencia de libertad absoluta, pasando por la deposición del innombrado hasta ahora en este espacio: “No quiero bono, no quiero CLAP, yo lo que quiero es que se vaya Nicolás”. Hoy domingo, el panorama ha de estar más claro. Guaidó no dio puntadas sin dedal. Al juramentarse, ya contaba con el apoyo de Estados Unidos, Canadá y las naciones del Grupo de Lima. Creo, como Fernando Mires, que de igual modo con el reconocimiento de militares de alta graduación en posiciones de mando y por esa razón Guaidó no está preso. Ya se pronunciarán, evitándole a la nación una sangrienta confrontación. Entonces sí tendrá sentido, entendimiento y razón el cantar del Himno Nacional. La suerte está echada y todavía hay cartas sin destapar. La huelga general es una de ellas.

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