A Mateo Manaure
Querido Mateo:
Primero fue el mar encrespado y la niebla.
El rugido del viento venido como tromba,
las velas desgarradas en la mitad de las aguas,
la cólera de un dios marino
y los naufragios.
Luego fue la línea sutil del horizonte,
algo así como una raya salida de tus manos
puesta allí para demarcar el confín
que está sembrado entre la vida y la nada.
Luego vino la salida del sol
llenando de amarillos los espacios,
y también los azules sembrados entre rojos delirantes
en el tiempo mayor de los crepúsculos.
En el medio, los espacios
llenos de ese verde tuyo
y de ese ocre, que inventó tu visión.
En el aire esa luz liviana
protegiendo el canto de cada pájaro
anidado en tus selvas
y esa amorosa transparencia
ondulada por el viento.
Esta tarde vi la parte del cielo, el aire,
el suelo, la tierra que te dieron,
que es como decir todo el cielo, todo el aire,
el suelo y la tierra toda.
Era virgen y espléndida,
tenía el sol de la luz,
las lunas para el destierro y la huida,
el verde marino de las aguas salobres,
el amarillo del araguaney,
el rojo del corazón más rojo,
el fucsia, el magenta, el carmesí
de los caracoles que yacen en el fondo del mar.
Tenía la fronda de árboles mayores,
la sombra del reposo,
la quietud de los esteros después de la ebriedad,
la línea del cometa en la noche,
los senderos para los pies del hombre
y los atajos;
la lenta manera de crecer
entre tierra y tierra,
entre horizonte y bosque,
entre maleza y hombre.
Comenzaba en una parcela india
con lagos, ríos, trozos de selva
y largos atardeceres rojos.
Había lunas y soles varios
y pájaros y todos los colores de Dios.
Los silencios estaban en su sitio.
Sabían callar sobre las notas del viento,
se montaban sobre el arpegio de los ríos,
y se mecían en las noches de amor.
Eran estruendosos cuando el sol
iluminaba al invasor
y se tensaban furiosos
en los gritos de guerra.
Siempre fueron buenos los silencios.
Abundantes también fueron siempre.
Algo supimos de la tierra y su rugido,
de la ronca voz de sus derrumbes,
y de las rocas de la furia,
de los ríos desbordados
y de los altos crespos del mar
cada vez que Dios
hacía sentir su disgusto.
Algo supimos, hermano,
algo sufrimos,
algo morimos cada vez que la vida
silenció sus cantos.
II
En el principio era un cuarzo abierto
Sobre el Mar Caribe.
Una esmeralda puesta en el ojo del faro,
un mirador de estalactita
llena de rojos encendidos,
una montaña mágica elevada desde la tierra
como una fortaleza.
Un espacio para la ilusión y el sueño,
una morada hecha a la medida de Dios.
Ojos de brújula tenía.
Superficie tersa y voz de canto,
azul de mar el aire,
arrullo vegetal en sus colinas, tenía,
y un viento manso como de abril o mayo
para todas las estaciones, tenía.
Era de un azul intenso el cielo,
de remolino el viento,
cuando las velas aparecieron en el mar.
Eran tres las carabelas,
arrastradas por el viento de Dios.
En la orilla la vida,
en la cubierta el Rey.
En la orilla la inocencia,
en la cubierta la espada.
En la orilla el indio,
en la cubierta el invasor.
Por el aire surcó el grito como un trueno.
Tierra, dijeron, tierra.
Tierra, tierra, tierra
Y el mar arrastró el eco
y el viento lo llevó más adentro
y los pájaros supieron de nuevas voces
y hubo regocijo y hubo temor.
Luego vino el juego de la espada y el espejo,
y la avaricia, y la lujuria con sus voces,
desenfrenadas voces, aterradoras voces:
Había comenzado el funesto lenguaje del despojo.
La paz primera había muerto.
Las flores cayeron
bajo el peso de los filos sangrientos.
Todo se oscureció.
Sangró la tierra,
sobrevino el luto
y de la noche negra surgió el puño
y también la libertad.
La estrella recorrió todo el espacio,
dejó su incandescencia sobre las ruinas,
se puso a asfixiar el fantasma de la muerte
y se pudo comenzar.
III
Hoy vi tu tierra, hoy vi tu cielo, hoy vi tu suelo,
que es como decir mi tierra, mi cielo, mi suelo.
Hoy recorrí tus lienzos de amor.
Vi tu línea, tu color.
Desde el fondo de un cartón negro
vi emerger la hoja hecha fucsia,
la flor hecha magenta,
el lirio enrojecido sobre los muros de la muerte.
El corazón del hombre diciendo su canción.
Vi brotar sobre la tierra ensolecida
el verde ramaje de los cactus y el cují,
y ese brote de magia y de fragancia
de la flor más antigua.
Los colores del aire y del sonido
quedaron en tus manos y con ellos
la forma de la tierra,
el estallido de erizo de sus cactus,
los suaves pétalos nacidos en la oscuridad,
los pequeños dioses de la vigilia
y las ventanas de mirar. Todas las ventanas.
Hoy vi tu tierra, hoy vi mi tierra
algo arañada por los vientos,
enrojecida de furia,
asustada de vergüenza
pero viva y con los ojos puestos en la luz.
Hoy vi tu tierra, hoy vi mi tierra.
En tus manos el espacio no estuvo a la deriva,
ni el color sufrió extravío.
Tampoco el aire dejó de estar en el alba.
Todo ha estado allí, preservado por tus manos,
por tus ojos, por tu amor.
Es hora ya de sentarnos a escribir
y a pintar lo que vendrá.
Cómo será ese color, cómo será la línea,
A cual altura estará colocado el horizonte,
cómo serán el sol y la llovizna,
cómo será la flor y las ráfagas de viento
que soplarán sus praderas.
De qué tamaño será el volcán,
si ha de abrirse;
con qué fuerza vendrá el huracán,
si ha de venir;
con cual fragancia despertará la rosa
si es que logra abrir sus pétalos
y cómo, Mateo, será la palabra,
cual su rugido, cual su lamento,
cual su lenta mansedumbre de amor.
Llegó la hora de develar el alba
y mirar de frente los colores del sol.
Salud, hermano, salud.