Era una época en la que los vencidos guardaban silencio, aunque lo que había sucedido no se hubiera hundido todavía en el pasado. Era la hora de los vencedores dispuestos a alargar cuanto fuera posible el momento de la que suponían la preservación del país ante la amenaza del comunismo internacional. La pobreza que muchos soportaban hasta con dignidad, comenzaba a empujar a quienes sabían hacer cosas, o eso creían al menos, a emigrar a alguna de las regiones del mundo donde hablaran su idioma con ánimo de componer una nueva vida de trabajo o profesional: alquilar una quinta en Venezuela, por ejemplo, colgar dentro un jamón curado y colocar fuera un letrero en el que leyera “Tasca”, era ya un negocio inaugurado por emigrantes portugueses con el nombre de “Lonchería”, o insertarse en la docencia o en los negocios

El calendario señalaba la mitad de la década de los cincuenta.

Yo fui uno de los que se fueron. Pero sucedió que, en uno de los días previos a la partida, me colé, sin haber sido invitado, en el Café Varela a la presentación –al bautizo, se decía entonces– de la novela El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio. Sabía lo de la tertulia del café Varela, conocido entonces como el café de los poetas y que allí se reunían algunos de los escritores españoles más importantes del momento. No recuerdo si en ese momento ya le habían otorgado al novelista de El Jarama uno de los premios literarios consagratorios entonces.

La novela cuenta la historia de la excursión que un domingo realizan una docena de jóvenes de ambos sexos a las riberas del río Jarama, río de Madrid, y cómo estos jóvenes dan cuenta a través de sus conversaciones de cómo se vivía, desde su perspectiva de empleos mal pagados, en esa la ciudad.

En un momento se les escuchará decir.

—Pues, en guerra, creo, que hubo muchos muertos en este río…

—Pensar que esto era el frente y que hubo tantos muertos.

—Digo –tercia otro–, y nosotros que nos bañamos tan tranquilos.

—¿Y qué muertos son esos? –pregunta un chico que no ha seguido la conversación,

—Los de la guerra –le responden–. Que estaba yo diciendo a estos que aquí mataron a unos pocos y entre ellos a un tío mío.

Al final de la tarde, constaría también que una de las chicas del grupo se había ahogado en el río y ese fue en el único acontecimiento que ocurre a lo largo de la novela. Listos para el regreso, tendrían el triste deber de comunicar a la familia el fallecimiento de la compañera de excursión.

Fuera de eso, la novela es dialógica. Pero a partir de ella, fueron muchas las cosas que cambiaron bajo su influencia en el modo de hacer novela en la España de esa época. El Jarama se constituyó en un hito narrativo, todo lo discutible que se quiera, pero lo fue.

Que hubiera tenido yo tanto interés en asistir a aquella presentación dependía del hecho de que estaba ya ganado para lo literario –como lector, aunque algo mío hubiera sido premiado ya por un jurado presidido por Miguel Delibes, uno de los escritores emergentes entonces–, sino porque ocurría que yo había conocido tanto al padre del autor de El Jarama en casa de uno de mis tíos y a un hermano que sería en Suiza un connotado matemático.

En todo caso, el punto geográfico elegido y una vez en él, pensé que era ya el definitivo. Sesenta años después cuando sucedió aquello que describió el historiador Manuel Caballero de que “Chávez no iba a ser más que un accidente histórico” iba a obligarme como a casi 4 millones de venezolanos a emigrar en pro de salvaguardar la propia vida. Yo regresé al lugar de donde había salido sin que me sirviera de mayor consuelo aquello del poeta: “Ya volvió el señor donde solía”.

Si cuento esto es porque ya aquí, en este cosmopolita Madrid, una de las primeras cosas que hice fue una visita al Café Varela, conocido antaño –como dije– como el café de los poetas.

A unos extranjeros que preguntaban por el nombre de un restaurante al dueño de una de las tienda de la calle de Preciados les recomendaba el comerciante: A veinte metros tienen ustedes un restaurante, el Varela, que es uno de los sitios donde mejor se come en Madrid, con arreglo a precio y calidad; claro que el hombre se lo dijo consciente de la clase media a la que debía pertenecer la pareja, dado su atuendo.

Lo que ha cambiado, como el mismo Varela, es el acuerdo, más o menos implícito, a raíz de la llamada Transición, después de la muerte de Franco, de mantenerse en el olvido en beneficio de la paz, época que ha sumado ya un medio siglo de progreso y prosperidad, desconocida hasta ese momento en el país. Pero las cosas comienzan a ser de otra manera, la palabra parecen tenerla ahora los sedicentes defensores de los vencidos de otrora, aunque muchos de los que así hablan ni siquiera hubieran nacido cuando sucedieron los hechos que mantuvieron en silencio o atemorizados a quienes familiar o socialmente les precedieron. De manera que esos muertos, entre muchos, de los que se habla en la novela El Jarama han vuelto a ser tema de conversación, de momento. Quieren desenterrarlos desde donde fueron fusilados, mover de su tumba a quien entonces gobernó el país durante los cuarenta años siguientes al fin de la guerra civil española. Pero de lo que se trata no es, en el fondo, de un hecho más o menos humanitario, lo que se plantea está cantado: sustituir la monarquía parlamentaria por una república federal.

¿Esta dispuesta la España de hoy, tan proclive a lanzar a la calle contingentes enormes de personas en protesta por cualquier disminución en el ejercicio de sus derechos constitucionales? ¿Se llegará a aceptar la implantación de un régimen de inspiración bolivariana como el venezolano? El tiempo, que hace que unos frutos maduren y otros se pudran, lo dirá. Y antes de lo que parece, porque en España el tiempo ni retrocede ni tropieza, de acuerdo con uno de sus poetas que vivió la guerra civil española.


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