Muchos seguramente nos hemos maravillado en algún momento de algún paisaje natural, del turquesa de las aguas de una hermosa playa, o de un increíble atardecer, etc. Pero te has preguntado ¿qué hace tan especial estos paisajes?, ¿qué los convierte en un recuerdo o incluso en una historia que contar?, sin duda alguna, los colores.

Hablar de colores no es un ejercicio trivial. No solo porque cada quien puede dar una interpretación diferente a cada color, sino porque, a lo largo de la historia los colores han servido para denotar sucesos como batallas, victorias, países e incluso personas, entre otras. La idea del presente post no es ahondar en la interpretación psicológica o social del color, sino más bien comprender desde un punto de vista científico-técnico qué es realmente el color y cómo se origina.

Para poder dar respuesta a estas cuestiones, es importante comenzar tratando de visualizar un pequeño ejercicio mental:

Imagina que estás en tu habitación y por alguna razón no hay luz de ningún tipo (electricidad, velas, etc.), y es, además, la noche más oscura en la que jamás hayas estado. ¿Podrías distinguir el color de tu pijama, o los colores de la pintura colgada o incluso el de la pared? Con seguridad, la respuesta sería no.

Bien, comencemos por tener claro que tanto tu pijama, así como la pintura colgada, como las paredes de tu habitación del ejemplo anterior, así como todo aquello que nos rodea, incluso aquellas cosas que no podemos ver, están constituidas por materia, es decir, por átomos. Los átomos, a su vez, están formados por protones, neutrones y electrones. Los protones y neutrones están ubicados en el núcleo, y electrones girando alrededor de este, pero no como planetas alrededor de una estrella, sino más bien en regiones cuantizadas o “específicas”, llamadas orbitales.

Al igual que para sacar un planeta de su órbita sería necesaria una fuerza extremadamente grande (colisión con un megasteroide, meteorito, etc.), para sacar a un electrón de su órbita (orbital) se requiere también de energía, diferente en términos de magnitud y de forma, pero energía al fin y al cabo. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurriría si un planeta fuera sacado de su órbita (vagaría por el espacio hasta ser atraído por una fuerza gravitatoria de un planeta o estrella), los electrones solo pueden ocupar posiciones cuantizadas, es decir, pueden cambiar a órbitas predefinidas o específicas.

Ahora bien, ¿cómo podemos cambiar un electrón de su órbita original y qué resultaría de ese cambio? Pues, es aquí donde entran nuestros amigos los fotones y como resultado “el color”. La energía necesaria para sacar un electrón de su órbita y moverlo hasta otra superior, puede ser aportada por los fotones, es decir, por la luz (la luz “visible” es un tipo de radiación electromagnética).

La luz que percibimos del Sol es aparentemente blanca. No obstante, lo cierto es que es una superposición de colores diferentes (ondas electromagnéticas de longitudes diferentes de la región visible), los cuales combinados en las proporciones correctas son percibidos como (luz) blanca. En efecto, la naturaleza real de la luz es puesta en evidencia cuando vemos un arco iris, o hacemos pasar la luz a través de un prisma.

Imagen de un prisma dispersando la luz blanca en sus colores fundamentales. Cada color tiene asociado una longitud de onda característica. El conjunto de colores observados en la imagen constituyen el espectro visible de la luz.

Desde el alba hasta el ocaso del Sol, nuestro planeta es bombardeado por luz solar, es decir, por fotones, los cuales son expulsados por el Sol durante el proceso de fusión de los átomos de hidrógeno. Los fotones viajan en línea recta a la velocidad de la luz (299.792.458 m/s) desde la fuente hasta topar con materia donde interacciona produciéndose diferentes fenómenos ópticos.

Los fotones tienen una determinada energía, la cual dependerá de su longitud de onda que a su vez está relacionada con el tipo de fuente que lo origine (microondas, rayos, x, infrarrojo, entre otras). Por tanto, un electrón cambiará de órbita si y solo si la energía con la que colisiona el fotón es lo suficientemente energética para moverlo. Por ejemplo:

Imagina que tú eres un electrón y estás parado al inicio de un puente que atraviesa un río. No obstante, no puedes cruzar el puente caminando ya que le hacen falta algunos tableros (piezas que sirven para apoyar el peso con los pies). Por tanto, para cruzar de un lugar a otro, necesitarías pegar saltos de tablero a tablero. Claro está, que si quieres saltar desde un extremo al otro de una sola vez, deberías dar un salto con mayor energía que la utilizada para saltar de un tablero a la vez. Pues bien, esta fuerza es dada o transferida al electrón por el fotón durante un choque o colisión. Si la energía es la indicada, el electrón pasará a una orbital superior mientras que dure la energía que lo ha llevado a esa posición. Al terminarse dicha excitación (aportada por el fotón), el electrón caerá al orbital inicial, dicho proceso denominado relajación liberará energía en forma de fotón, cuya longitud de onda es igual a la absorbida durante el proceso de subir a un orbital superior. Justamente, estos fotones son los que llegan a nuestros ojos y, dependiendo de la energía de estos, será el color que nuestro cerebro interprete, pudiendo haber también fotones con energía que no puedan ser detectadas por el ojo humano.

El ojo humano cuenta con fotorreceptores especializados llamados conos y bastones, los cuales son sensibles a las radiaciones electromagnéticas con longitudes de onda entre los 380 y 750 nm, es decir, desde el azul hasta el rojo, respectivamente. El choque de fotones con estas longitudes de onda sobre la retina del ojo dispara impulsos eléctricos a nuestro cerebro, el cual interpreta cada longitud de onda como un color.

La próxima vez que vuelvas tu mirada y veas algo que te guste mucho, como el color rojo de tu Ferrari, recuerda: los colores son fotones.


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