Venezuela, con la revolución instaurada mediante un apócrifo juramento sobre una presunta constitución moribunda, es dos décadas después un contundente fracaso, una monstruosa crisis humanitaria y un problema geopolítico para la región mucho más grave que la crisis de los misiles en octubre de 1962, en la que Estados Unidos y la Unión Soviética demostraron que su dirigencia no había extraviado la racionalidad, pese al fanfarroneo desquiciado de Mao Tse-tung, dispuesto a sacrificar 300 millones de chinos, y el afán de Fidel Castro para que una ojiva nuclear destruyera Nueva York, la ciudad más soñada y anhelada por la izquierda cultural.

Economistas, políticos, activistas de derechos humanos, burócratas de organismos internacionales, expertos y especialistas en todo, opinadores de oficio y beneficio han asumido la tragedia venezolana como una oportunidad de negocios. Exponen opciones, pronósticos y soluciones que abarcan todos los aspectos, pero que aminoran en poco el sufrimiento de las víctimas, estén dentro o fuera.

En el caso de los políticos, en especial los candidatos presidenciales que han descubierto que el drama venezolano puede ayudarles a conquistar votos, hemos visto cómo su discurso radical desaparece tan pronto se asientan en el cargo. Sin pena apelan al estilo de Lyndon B. Johnson, ese al que Rafael Caldera echó mano cuando declaró que no le temblaría el pulso para firmar la nacionalización del petróleo, pero que tampoco le temblaría la voz para decirles a los venezolanos que no era el momento adecuado. Siempre ponen un pero después de referirse al fin del régimen de Maduro: pero mediante la paz, sin violencia, dentro de la ley, etc.

Los gobiernos más resteados con la democracia, que anuncian sanciones para los funcionarios corruptos y violadores de los derechos humanos y proclaman facilidades de cobijo para quienes lograron escapar de esa ruleta rusa que cada segundo amenazaba su supervivencia, sea como hambre, falta de medicinas o simple acción del hampa, de la guerrilla colombiana, de las fuerzas del orden o de los colectivos paramilitares y parapoliciales, sin embargo, practican una realidad muy distinta. La acogida a los migrantes o los propios nacionales que regresan a sus países de origen no se corresponde con los discursos “solidarios” que se escuchan en la ONU y en la Unión Europea. Los que tienen recursos –¿los corruptos y enchufados?– sin necesidad de demostrar honorabilidad cuentan con una amplia gama de visas que serán más fáciles de obtener mientras mayor sea la cifra en el banco. A los otros solo les esperan dificultades.

Demasiadas naciones han mostrado un feo rostro a los migrantes y retornados. En los discursos sobran las palabras solidarias, pero en los vericuetos de la burocracia abunda el papeleo absurdo, las trabas. Poco falta para que exijan declaraciones de indigencia notariadas y apostilladas. A cada momento se multiplican los puntos ciegos: exigen tener una residencia fija para obtener la cédula de identidad, pero la cédula de identidad es imprescindible para tener residencia fija. El cuento del gallo pelón. Al final no obtienes ninguno y eres ilegal. Ni Hegel lo habría enredado mejor.

Los venezolanos que salieron al exilio durante las dictaduras de Gómez y Pérez Jiménez aprendieron que apestaban, que en pocos sitios eran bien recibidos o simplemente atendidos, que siempre había un “venga otro día”. Con la democracia y el boom petrolero aquí fue distinto. Hasta se decía que Viasa hacía milagros, que embarcaba autobuseros en Buenos Aires y llegaban doctores a Maiquetía con una cátedra esperándolos en la UCV. Ahora los burócratas españoles desconfían hasta de los pasaportes que expide su consulado en Caracas, y todo el que tenga acento venezolano es sospechoso y debe demostrar su inocencia, no importa cuán floridos y “contundentes” sean los discursos de los políticos, los análisis de sus expertos, las denuncias de los activistas de derechos humanos y los saludos de los presuntos demócratas y acomodadores de patrias ajenas. Nada a la venta.


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