Diversas formas de personalismo, populismo o absolutismo amenazan hoy, en todo el mundo, la democracia, la convivencia y el imperio del derecho. Es Trump con el desencadenamiento de una guerra comercial que arranca con la imposición de aranceles y otras medidas proteccionistas. Es el Brexit como peligrosa fisura en un proceso unificador, consolidado ya por la prueba de sus resultados pero no exento de las trampas del discurso nacionalista. Es la consagración del poder vitalicio por decisión unilateral del partido de gobierno como en China o por la forzosa y reiterada reelección de Putin en Rusia.

Además de ser una amenaza a las instituciones, a la legalidad, a la vigencia del derecho, el absolutismo es, de hecho, una amenaza a la economía y a su concepción desde una filosofía que se fundamenta en la defensa de la libertad y del valor de la persona sobre el Estado. Envalentonados por la asignación de poderes vitalicios, los autoritarios comienzan por desarticular las instituciones, cambiar las normas o interpretarlas a su mejor interés. El manejo de la política económica se vuelve así, en sus manos, la destrucción de la convivencia y de las posibilidades del intercambio productivo. Lo dice El País de España en un reciente editorial en el que analiza la imposición de aranceles al acero y al aluminio por parte de Trump: “El presidente de Estados Unidos envía una señal nefasta para el comercio mundial: cualquier país puede violar las normas con el manido argumento de la seguridad nacional”.

Frente al desquiciamiento de la economía por el desconocimiento de las reglas de juego, la respuesta del liderazgo mundial se ha movido hacia el reforzamiento de la propuesta de globalización, exigida de correcciones pero probada con buenos resultados. La selección de nuevos socios, la configuración de alianzas, la afirmación de la confianza y del valor de los acuerdos, la visión de las economías en términos de complementariedad y de mutuo beneficio, han renovado la dinámica del intercambio y han impulsado una economía global basada en la cooperación y en el respeto al derecho.

Esta ha sido, en concreto, la postura de varios latinoamericanos que han comenzado a mirar con más interés tanto a Europa como a los países asiáticos de la cuenca del Pacífico. El acercamiento con estos países no es nuevo, pero la renovación de esfuerzos ha permitido la consolidación de políticas de Estado, que van más allá de los gobiernos. Son respuestas de integración que apuestan al multilateralismo y al comercio sustentado en reglas. La Alianza del Pacífico se ha convertido en uno de los ejes de la región para hacer negocios y dinamizar su economía.

No sucede lo mismo con Venezuela. La dependencia del petróleo solo se ha agudizado con la dependencia de socios como China o Rusia o de relaciones con escaso futuro, generadoras más de reservas y peligros que de beneficios. No sería exagerado decir que una de las mayores amenazas que se ciernen sobre el país es la del aislamiento y la consecuente pérdida de oportunidades. De allí que resulte imperativo para el nuevo liderazgo, el que anime y conduzca la reconstrucción, seguir de cerca lo que ocurre en el plano mundial, analizar los patrones de desempeño de algunos países dentro y fuera de la región y considerar sus consecuencias para Venezuela. Una de las prioridades habrá de ser determinar las mejores opciones para insertar al país en la economía mundial protegiendo su independencia, potenciando sus ventajas y su capacidad de acción, trabajando alianzas productivas y desprendiéndose de las que solo significan compromiso ideológico o dependencia.

La recuperación necesita socios, que vienen con la creación de confianza, la opción por una economía productiva, la apertura a la innovación, el deslastre de un sistema marcado por el fracaso y el desarrollo de la capacidad negociadora y de una actitud positiva al intercambio. Construir una economía así es, desde luego, una manera de protegerse de los peligros con los que amenazan a la economía mundial los populismos o los absolutismos.

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