Cuando hablamos de sociedad civil nos referimos al conjunto de ciudadanos que actúan mayormente de manera colectiva y de suyo fuera de las estructuras gubernativas, parlamentarias y de la administración de justicia, tomando decisiones diversas en los campos de la política, de la economía, de las organizaciones sociales y culturales, entre otras materias relevantes del ámbito público. Se trata pues de un espacio vital independiente, que surge de la voluntad de individuos organizados, actuantes de manera autónoma con relación a las referidas instituciones del Estado, aunque normalmente sujetos a las disposiciones pertinentes del ordenamiento jurídico. Naturalmente, como toda agrupaciónhumana, expresará sus propios intereses, sus pasiones e ideas que darán fundamento a objetivos compartidos por sus integrantes. Fue lo que observó Tocqueville en su Democracia en América: formas diversas de organización comunitaria, que resultaban favorables al sistema de gobierno de la naciente República norteamericana. “Para todo se organizan”, expresaba en su célebre ensayo, una manera de poner límites razonables a la acción del Estado sobre los espacios sociales que agrupaban a productores primarios, comerciantes, transportistas, profesionales y maestros, también escritores y miembros activos de confesiones religiosas.

La sociedad civil venezolana se había estructurado y consolidado a lo largo de tres siglos de historia colonial, desdoblándose entonces sus propias costumbres, su modo de ser y de pensar, su formación cultural, sus preferencias políticas, inclinadas desde los tiempos del predominio de la ilustración, al pensamiento y acción liberal que daría paso a su definitiva emancipación del reino de España. Y aquí es preciso destacar que la generación de la independencia fue fraguada en esos mismos moldes coloniales, impregnados de aquello que el historiador Blanco Fombona significó como el “espíritu de la raza” española. Algo que no reconocen los fanáticos de izquierdas, para quienesVenezuela comienza el 19 de Abril de 1810.

Ramón J. Velásquez, al referirse en el Senado de la República al Mensaje sin destino de Mario Briceño Iragorry, advertía la vigencia del alegato de nuestro ilustre historiador: “Porque los conflictos éticos, políticos, administrativos y sociales que confronta el país no se resuelven con leyes, pues fundamentalmente son de conciencia”. Pasamos entonces a otro tema, que es precisamente el objeto de nuestras presentes reflexiones: aquello que el citado Velásquez enfatiza como “el conflicto del comportamiento” individual y colectivo de los venezolanos de nuestro tiempo, hundidos en el pragmatismo inmediatista, en el oportunismo artero, en todo cuanto contribuye a sustituir la verdad por la mentira. Parece que los venezolanos, salvo honrosas excepciones, carecen de conocimiento de su propia existencia y de su entorno, de sus estados de entendimiento, del carácter y efectos de sus actos sobre las esferas individual y colectiva. Y ponemos el acento en la moral, en los juicios que recaen sobre el bien y el mal de tales actuaciones, también en sus consecuencias; porque sin duda una conciencia recta, no incurre en actos socialmente detestables.

La conciencia nacional viene a ser factor aglutinante de una colectividad territorial que, en mayor o menor medida, comparte las mismas tradiciones históricas y culturales. Obviamente, siempre existirán diferencias de carácter socioeconómico, tanto como de credo religioso y desde luego las habrá en el terreno de las ideas. Sobresale el patriotismo como sentimiento y conducta que se traduce en devoción por el suelo y sus tradiciones históricas, por sus vanidades folklóricas, por todo aquello que conlleve defender su integridad ante el asedio de los perversos. Algo que nada tiene que ver con nacionalismos exaltados –el populismo extremo de izquierdas–, tramados en erróneos discernimientos, aquellos que reaccionan contra el colonialismo deformando la historia.

Si nuestro problema de fondo es de conciencia, será difícil hacer comprender en el entorno colectivo lo imprescindible que resulta impulsar un cambio de modelo sociopolítico y económico para primeramente evitar nuestro definitivo hundimiento como nación y, una vez realizada la transición, encauzarla hacia nuevos y esperanzadores caminos de prosperidad general. No es solo un cambio de régimen político lo que exige el país asolado por tantos desaciertos e inmoralidades anteriores y posteriores a 1999; obviamente, las que corresponden al régimen actual, no tienen comparación ni dispensa por sus efectos perversos, magnificados en todos los órdenes de la vida venezolana. El viraje político y la transformación efectiva del paradigma dominante desde hace más de medio siglo tienen que producirse de una vez por todas, si es que queremos retomar nuestro destino de nación. También será preciso poner en su puesto a los afanados de la riqueza fácil, a los pícaros y delincuentes devenidos igualmente en causa eficiente de nuestros males de actualidad. Y estos últimos no solo provienen de la clase política dominante, sino también de sectores privados carentes de escrúpulos y que igual proliferan en la “podre de la corrupción”.

Concluimos con una nota de optimismo: hay espacio y oportunidades para una renovada conciencia nacional, desvinculada del “conflicto del comportamiento” individual y colectivo referido en líneas anteriores; también para una sociedad civil organizada frente a un Estado que debe replantear su papel y respetar sus limites de actuación. Para ello debemos mantener la frente en alto, con fe y esperanza en los hombres de bien que no se rinden a los desplantes de la barbarie.


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