El socialismo, llevado de la teoría a la práctica, actúa con su propia dinámica, sin importar los hombres que lo ejecutan. Le es inherente, como núcleo central de su ADN, políticamente, la tiranía; económicamente, la miseria colectiva, la mortandad y el fracaso, sus efectos inevitables. Poco importa si su impulsor y espíritu rector es un genio como Lenin o un rufián, como Stalin. Un caballero como Salvador Allende, o un hampón como Fidel Castro.

La dictadura del proletariado, como en el caso del leninismo soviético, o del campesinado, como en el del maoísmo chino, van todos a dar a la mar que es la tiranía. Y dichas dictaduras no son ni proletarias ni campesinas: son dictaduras burocráticas. Más concretamente, dictaduras de partido único gobernado por un jefe único que oficia de emperador. Toda la parafernalia teórica, conceptual e ideológica, que algunos osan definir como “humanismo marxista” es eso: ideología, falsa conciencia. Stalin no se contrapone a Lenin: es el Lenin de la nueva circunstancia. En uso de las mismas atribuciones y dispuesto a usar los mismos métodos: el terror de Estado, que es el terror del partido.

Puede que en la lucha por el poder entre las distintas fracciones que se van decantando, surja un tercero en discordia, como fuera el caso de Trotski, interpuesto entre Lenin y Stalin. No fue Stalin quien impartió la orden de ahorcar en masa a los mujiks, y hacerlo en público para espantar a los eventuales opositores. Fue Lenin. Mientras él vivió, Trotski fue tan brutal e inhumano como él y Stalin. Tanto, que asumió la tarea más sangrienta del período posrevolucionario inmediato: la organización del ejército soviético y la dirección de la guerra civil contra las fuerzas contrarrevolucionarias. En el curso de la cual masacró de manera inmisericorde a la marinería alzada contra las miserables condiciones de vida que imponía el régimen bajo la consigna de la economía de guerra. Y recorrió los inmensos territorios de la Rusia soviética imponiendo su ley a sangre y fuego.

Que luego, fracasado su intento por hacerse con el poder vacante tras la muerte de Lenin y a redropelo de todas las voluntades en su favor, incluso la del gran líder, se quejara amargamente, incluso arrepentido de sus propias barbaridades, no quita un adarme del hecho verdaderamente significativo: Stalin no solo era el líder necesario. Su papel de ogro filantrópico y asesino serial, genocida y bárbaro como Gengis Kan, no le pertenecía en exclusiva. También Trotski lo hubiera sido. O los dos oportunistas y conspiradores que fueran las herramientas con las que Stalin se hizo con el poder: Kameniev y Sinoviev.

Lo recuerdo a propósito de la absurda polémica que circula entre chavistas originarios y poschavistas en torno a la malhadada y rufianesca figura de Nicolás Maduro. Carece de los atributos más llamativos del caudillo –su carisma demagógico, su vehemente poder comunicativo, incluso su charme–, pero es tan cruel y despiadado, corrupto y traidor como fuera su jefe. Y sirve a la perfección al papel que ante el fracaso político, social y económico promovido por los delirantes y absurdos proyectos de ese mismo Chávez se haría inevitable: mantener el poder de la dictadura mediante la máxima represión, terminar por militarizar el aparato de Estado y expoliar a la nación hasta devastarla, para servir al fin último del chavismo: sostener a los Castro con dinero y petróleo venezolanos, afianzar la alianza con el terrorismo islámico, entregarles las riquezas mineras a las pandillas rusas y chinas y last but not least: consolidar el Cartel de los Soles, fortalecer la alianza de la fan con las guerrillas colombianas, hacer del narcotráfico la principal fuente de riqueza y buscar la división de las filas opositoras dividiéndolas entre los apaciguadores y dialogantes, dispuestos a convivir e incluso a compartir esfuerzos en un futuro proceso electoral –lo que he llamado “la sexta república” impulsada por las dirigencias de Acción Democrática, Un Nuevo Tiempo, Voluntad Popular y Primero Justicia, de una parte; y los opositores de todos los partidos y grupos radicalizados tras la conciencia de que la salida del régimen solo podrá obtenerse mediante el uso de la fuerza popular combinada con el auxilio de fuerzas extranjeras en legítima aplicación del llamado Derecho de Proteger. Es, además, la opinión mayoritaria del pueblo, aviesamente desconocida por el supuesto “gobierno interino”.

Contrariamente a lo sostenido por el diputado Guaidó, según quien una intervención extranjera –en tiempos fundacionales tan reclamada y aceptada por Simón Bolívar– sería un retroceso, lo cierto es lo inverso: el retroceso es disfrazar la crisis con paños procedimentales de una Constitución a la que se le castran sus únicas aristas útiles a la circunstancia, como el discutido decreto 187 #11. Las mismas que, como el 233, le permitieran asumir una presidencia interina. Como dijera Monagas: las constituciones sirven para todo. Incluso para impedir la libertad que proclaman.

@sangarccs


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