En estos días se ha hablado mucho de una “opción militar” en contra de Venezuela por considerar que el régimen de Maduro constituye una “amenaza” para la paz y la seguridad internacionales e incluso, más directamente, como lo han dicho portavoces del gobierno de Washington, una amenaza a Estados Unidos y ello por varias razones sobre las que se ha especulado en los medios: apoyo al terrorismo internacional, involucramiento en narcotráfico y otros crímenes transnacionales, injerencia en los asuntos internos de otros países de la región para imponer una revolución que se rechaza en todas partes.

Un tema difícil que debe examinarse con seriedad y sin pasiones, sin patriotismos extremos, sin complejos y de conformidad, más bien, con el derecho internacional que en definitiva es el ordenamiento regulador de las relaciones entre los Estados.

No hay duda de que uno de los grandes avances de la humanidad ha sido la prohibición de la amenaza y el uso de la fuerza en las relaciones internacionales. Se había intentado ya a comienzos del siglo XX y de allí la Convención Drago-Porter; luego se trató de regular en el Pacto de la Sociedad de Naciones, en 1919, hasta que se consagra su prohibición en el Pacto Briand-Kellog, en 1928, obligación que será recogida más tarde en la Carta de las Naciones Unidas (art. 2-4) y confirmada en numerosas resoluciones ulteriores.

La regla tiene, sin embargo, sus excepciones cuando estamos ante amenazas a la paz, su ruptura o actos de agresión, para lo cual se ha concebido un sistema de seguridad colectiva en el marco de las Naciones Unidas (Capítulo VII de la Carta de la ONU) que incluye el uso de la fuerza, aplicado en la práctica en varias ocasiones, entre las cuales en relación con la crisis del Golfo y con la crisis en la antigua Yugoslavia. También es una excepción a la norma la legítima defensa, individual o colectiva, prevista en el artículo 51 de la misma Carta, cuando hay un ataque en contra de un Estado, la que ha sido invocada en varias ocasiones, incluso en el ámbito regional, en el caso de Granada, en 1983, por Estados Unidos, Jamaica, Barbados y otros seis países de la OECS, y en el caso de Panamá, ejercida por Estados Unidos, en 1989, para defender los intereses de sus nacionales y el Canal.

Si un Estado se constituye en amenaza a la paz y a la seguridad internacionales o a la estabilidad e integridad de otro Estado podría entonces ser objeto de acciones colectivas o individuales que no se traducen necesariamente en “intervenciones” militares unilaterales en el sentido estricto del término, sino en medidas o sanciones que obliguen al Estado infractor a rectificar y ajustarse al orden jurídico y a sus compromisos internacionales que se derivan de su participación en la sociedad internacional que se ha impuesto como regla en sus relaciones, la convivencia pacífica.

Es cierto que ningún Estado, ni ningún órgano internacional, podrían actuar en forma arbitraria, en ejercicio de acciones enmarcadas en la seguridad colectiva o de legítima defensa; pero el derecho internacional le autoriza en definitiva a actuar incluso con el uso de la fuerza, en determinadas condiciones, cuando se ha amenazado la paz, se ha roto o ha habido algún acto de agresión, lo que es definido en la resolución 3177 de la Asamblea General de las Naciones Unidas y en el Estatuto de Roma como crimen internacional, con base en lo cual se determina la responsabilidad internacional penal individual de los autores.

Nadie pretende una intervención militar en ninguna parte. Pero nadie, estoy seguro, justifica que las violaciones al orden internacional, el irrespeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, la participación en actos que van contra la misma sociedad internacional queden impunes. La acción internacional no es la más deseada, quizás incluso la más traumática, pero en ciertos casos se ha justificado.

En el siglo XXI, cuando todos apostamos a la estructuración de una sociedad internacional que comparta valores comunes, como la paz, la vida y la dignidad, no es aceptable que un régimen comprometa a un Estado al mantener relaciones con el terrorismo, lo apoye y lo promueva; esté involucrado en crímenes de trascendencia internacional graves, como el narcotráfico y la corrupción, y facilite su territorio para que desde el mismo puedan llevarse a cabo actos de agresión o desestabilización a otros Estados, apoyado en interpretaciones sesgadas del derecho internacional y de los principios que regulan las relaciones internacionales y en alianzas perversas con entidades que intentan contradecir la corriente que la misma sociedad se ha impuesto.


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