El régimen venezolano se ha negado sistemáticamente a respetar la inmunidad parlamentaria, del mismo modo que se ha negado a respetar las garantías judiciales indispensables para determinar, de manera creíble, la culpabilidad o inocencia de cualquier persona acusada de un delito; sería un contrasentido esperar de una dictadura que respete las reglas del Estado de Derecho. Pero, esta vez, quisiera concentrar mi comentario en la inmunidad como tal, independientemente de la persona que goza de ella.

En el caso de la inmunidad parlamentaria, del mismo modo que en los casos de la inmunidad diplomática o la inmunidad de los jefes de Estado que se encuentren en el extranjero, lo que se protege es la función desempeñada por ellos y no a la persona como tal. La inmunidad parlamentaria tiene el propósito de garantizar el ejercicio de la función propia de los miembros del Parlamento, que es debatir sobre asuntos de interés público (incluyendo el examen y la crítica de los actos del gobierno), sin temor a represalias.

No es que los parlamentarios gocen de impunidad para cometer fechorías; pero, en democracia, no basta con acusarlos de un delito para que puedan ser enjuiciados. Previamente, se requiere examinar la evidencia alegada en su contra y, si corresponde, habrá que levantar esa inmunidad para que sean juzgados. Pero no se puede montar una acusación penal sobre la base de una confesión obtenida mediante tortura, o respecto de la cual hay fundadas razones para creer que ha sido obtenida mediante tortura. En realidad, de acuerdo con la Convención contra la tortura (de la que Venezuela es parte), “confesiones” así obtenidas sólo sirven para demostrar la existencia de la tortura y para enjuiciar al torturador; pero no se pueden invocar para establecer la responsabilidad del autor de delitos imaginarios, sólo concebibles en cabezas descerebradas.

En los términos de la citada Convención contra la tortura, respecto de los responsables de haberla ordenado, consentido o cometido, vuelve a plantearse el tema de la inmunidad. En dicho instrumento jurídico, la sociedad internacional ha hecho constar que, al menos respecto de la tortura, no se reconoce ninguna inmunidad, y no hay espacio para la impunidad. Según la Convención, el torturador puede ser juzgado por los tribunales nacionales de cualquier Estado, incluyendo los de aquellos países en que aquel se pueda encontrar de vacaciones, cumpliendo una misión diplomática, o incluso de visita oficial. El torturador es enemigo del género humano y no forma parte de éste.

A diferencia de la Constitución venezolana, que consagra expresamente la inmunidad de los parlamentarios y que el régimen chavista se niega a respetar, la Convención contra la tortura no reconoce ningún tipo de inmunidad; no hay inmunidad ni respecto de jefes de Estado, agentes diplomáticos, o cualquier otra persona que –en ejercicio de funciones oficiales– autorice, consienta, tolere o cometa directamente actos de tortura. Pinochet experimentó en carne propia la aplicación de la Convención, no obstante invocar su condición de ex jefe de Estado y la posesión de un pasaporte diplomático; tampoco se reconoció ninguna inmunidad al ex dictador de Chad, Hissène Habré, que hoy está sirviendo cadena perpetua en una cárcel de Senegal.

La inmunidad de un parlamentario es ciertamente distinta a la inmunidad de un funcionario, cualquiera que sea su rango. Sin embargo, para quienes no aceptan respetar la primera, será más fácil comprender y aceptar que la segunda ha sido desterrada de los tratados internacionales, y que ya no puede ser invocada por ningún canalla, sea del color que sea y ocúltese donde se oculte. No hay inmunidad para los autores de crímenes internacionales, condenados incluso por la Constitución venezolana.


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