I.

Estos tiempos no han sido nada buenos para la democracia venezolana. Desde hace rato el gobierno ha eliminado todas las resistencias institucionales diseñadas para contrapesar el ejercicio del poder, y para muestra el botón de la asamblea nacional constituyente. Ha erosionado, igualmente, el sistema de arbitraje institucional, factor esencial de la convivencia colectiva. Pareciera que lo anterior, y otras tantas medidas del mismo talante, se ha generado, en buena medida, porque el oxígeno de la política ha sido la confrontación con el “otro”, entendido este como enemigo, bajo la inspiración de un delirio ideológico que ha servido para justificar todo.

Cierto, entonces, que una tarea urgente e inmediata, aparte, claro, de acomodar el desmadre económico y reparar el tejido social, es la de reinstitucionalizar, sin rendirle tributo a la nostalgia –éramos felices y no lo sabíamos–, la vida venezolana. En buena medida se trata de recuperar el Estado y de establecer la política como instrumento para definir, mediante diálogos y negociaciones, rumbos comunes, contando con los indispensables mecanismos que permitan zanjar conflictos y discrepancias de manera civilizada.

II.

Hay, así pues, que acometer esta tarea, un propósito lógico a corto plazo para un nuevo gobierno que debe recoger los trastos rotos que le deja la gestión de Maduro.

Pero se trata, además, de comenzar a pensar en nuevos diseños institucionales de cara a las claves que rigen en la época actual, marcada, en primer término, por la emergencia de la sociedad del conocimiento, de la que derivan gruesas implicaciones en la acción de gobierno y en su armadura institucional.

Se trata, en este sentido, de incluir en el libreto las transformaciones tecno-científicas y el impacto radical que causan en todos los espacios de la vida social, incluso en donde cuesta más imaginarlo, como en la cocina (hay robots que preparan comida japonesa y gana espacio la gastronomía molecular), en el deporte (asoma el dopaje genético), en los procesos electorales (según quedó ampliamente demostrado con el uso de big data en el triunfo de Trump y Bolsonaro, por solo citar dos ejemplos) y no digamos, porque es demasiado obvio, en la actividad productiva bajo el sello de la cuarta revolución industrial, fundamentada en las llamadas “tecnologías disruptivas”. Se trata, además, de la rapidez con la que ocurren tales cambios y de la incertidumbre que generan (la sociedad del conocimiento es también la sociedad del desconocimiento), con la consecuente dificultad para evaluarlos, regularlos e, incluso, valorarlos desde el punto de vista ético.

Y en segundo término hay que tomar en cuenta, así mismo, la fuerza que vienen cobrando los procesos de globalización –hoy en día se habla de la globalización 4.0– que rebosan claramente los dominios y las capacidades de los Estados nacionales, como lo deja ver claramente, aunque no exclusivamente, el problema del cambio climático, poniendo de relieve que la cooperación y la multilateralidad son esenciales en la gestión de los gobierno. Ocurre esto porque en la actualidad el sistema internacional es más complejo que nunca, con innumerables actores locales, regionales y globales operando en un contexto de conectividad instantánea y de una creciente interdependencia, como nunca en la historia. Si no recuerdo mal es Moisés Naím, en su libro El fin del poder, quien señala que los cambios mundiales, tecnológicos, institucionales y legales dispersaron el poder.

III.

No se puede articular la política al margen de estos hechos. Ha escrito el filósofo español Daniel Innerarity, quien lleva años ocupándose de estos asuntos, que una teoría adecuada para entender cómo gobernar las sociedades actuales requiere modificar sustancialmente conceptos que están vinculados al universo de la sociedad industrial y al espacio articulado por los estados nacionales autosuficientes. En suma, añade, la política ya no tiene que enfrentarse a los problemas del siglo XIX o XX sino a los del XXI, que exigen capacidad de gestionar la complejidad social, las interdependencias y externalidades negativas, todo ello, me gustaría añadir, en el escenario de la sociedad del conocimiento (y del desconocimiento).

Lo indicado implica, desde luego, otras formas y otras funciones en el Estado y también otras maneras de gobernar y de hacer política, sobre la base de otra organización institucional, todo asociado a la reorganización de la democracia a partir de una visión distinta de los temas públicos, y el establecimiento de nuevos valores de vigencia universal.

IV.

Son las anteriores cuestiones cercanas aunque nos parezcan lejanas, como si no tuvieran que ver con nosotros. Ponen de manifiesto temas que, en medio de la coyuntura que nos agobia, es necesario que se vayan pensando de cara a estos tiempos políticos que se le avecinan a Venezuela.

No olvidemos que el siglo XXI empezó hace rato.

Harina de otro costal

El Instituto de Investigaciones Científicas (IVIC) cumple sesenta años de vida institucional. Se trata de una organización emblema en su ámbito, que demostró que aquí se podía hacer ciencia de muy buen nivel. Mirando su historia uno podría señalar fallas, cierto, qué organización no las tiene, pero deja ver tras de sí una obra muy buena, extremadamente significativa, de mayor trascendencia de la que se le suele reconocer por estos días.

Tristemente, el IVIC no vive hoy en día buenos momentos. Es apenas otra muestra más de un cuadro general que no habla bien de la manera como el país está encarando su desarrollo tecno-científico, en el escenario de la sociedad del conocimiento, cosa que preocupa porque, como diría el escritor brasileño Jorge Amado, deja la sensación de que Venezuela ha venido entrando al siglo XXI reculando.


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