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Rubén Darío en Nicaragua, 1899

“Yo nunca aprendí a hacer versos. Ello fue en mí orgánico, natural, nacido” dice Rubén Darío en Autobiografía. Niño precoz, compuso en una ciudad, León, donde se versificaba por cualquier acontecimiento: un himeneo, un tránsito, un aniversario, un laurel o un desengaño político, la consagración de un obispo o la toma de empleo. Sus versos de entonces imitaron a Zorrilla, Campoamor o Nuñez de Arce, pero también a Víctor Hugo, el primer poeta francés que se advierte como influencia en su poesía. Son poemas unas veces piadosos, otros profanos, nacidos de las contradicciones ideológicas que vivía un crío en una comunidad de fanáticos religiosos y una minoría de liberales y positivistas, artesanos e intelectuales lectores de Rousseau, Montesquieu y Juan Montalvo. Sus temas, los del civilismo latinoamericano: la fe en el progreso, la democracia, el odio al clero y la Iglesia, y los eternos de la poesía: el amor, el paisaje, las explicaciones de los mundos desconocidos, los otros mundos del alma.

Durante su estancia en Chile, Darío publicó Azul… Ni los cuentos ni los poemas escritos allí se parecen a los que había publicado en Nicaragua. Sus poemas son breves y aun cuando en ellos impere todavía el formalismo clásico, en sus versos y estrofas se siente ya un nuevo espíritu.

En invernales horas, mirad a Carolina.

Medio apelotonada, descansa en el sillón,

envuelta con su abrigo de marta cibelina

y no lejos del fuego que brilla en el salón.

El fino angora blanco junto a ella se reclina, 

rozando con su hocico la falda de Alenzón, 

no lejos de las jarras de porcelana china

que medio oculta un biombo de seda del Japón.

Con sus sutiles filtros la invade un dulce sueño:

entro, sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris;

voy a besar su rostro, rosado y halagüeño

 como una rosa roja que fuera flor de lis.

Abre los ojos, mírame con su mirar risueño,

y en tanto cae la nieve del cielo de París.

(De invierno)

Un cambio vertiginoso en el crecimiento de las ciudades se produjo en el último cuarto de siglo del XIX. La población en Santiago pasó de 130.000 a 250.000, mientras Buenos Aires alcanzó los 850.000. Allí desembarcó Darío el 13 de agosto de 1893, en una capital donde no había 100 personas que comprasen un libro, pero editaba el periódico más importante del continente.

1896 fue el año de su apoteosis: se publicaron Los raros y Prosas profanas y otros poemas.

Prosas profanas está precedido por un exordio donde proclama, entre otras preferencias, su amor por la novedad a condición de que sea inactual; exalta el yo desdeñando las mayorías; declara la supremacía del sueño sobre la vigilia y la del arte sobre la realidad, pregonando su horror por el progreso, la técnica, el presente y la democracia. Darío acumula en este volumen los motivos que le dieron prestigio: la nostalgia de los parques del setecientos, los abates galantes, las marquesas crueles, las elegancias a lo Jean-Antoine Watteau, la princesa que aguarda al feliz caballero que la adora sin verla y viene a encenderle los labios con un beso de amor; los efebos criminales parecidos a los satanes verlenianos, los cisnes simbólicos y elegantes.

La búsqueda de la expresión se sostiene en una melodía, que imprime a las palabras, más allá de su sentido lógico, grandes sugerencias. El helenismo, a lo parnasiano, está expresado en idilios de espléndido y artificioso virtuosismo donde lo pintoresco se funde con relieves escultóricos y las evocaciones están fundidas a imágenes de gran colorido, precioso y refinado. Pero es también un prodigioso repertorio de ritmos, formas, colores y sensaciones. Sus innovaciones métricas y verbales son deslumbrantes. Pedro Henríquez Ureña enumera, entre otras, las siguientes: resurrección del endecasílabo anapéstico y el provenzal; ruptura de la división rígida de los hemistiquios de alejandrino; auge del eneasílabo y el dodecasílabo; cambios de acentuación; invención de versos largos; mezcla de distintas medidas con una misma base silábica, ternaria o cuaternaria; versos amétricos y retorno a las formas tradicionales del verso hispánico.

En abril de 1900 y por encargo de La Nación Darío llegó a París para cubrir los eventos de la Exposición Universal. La Ciudad Luz arde en esplendor. Sus crónicas sobre el acontecimiento reflexionan sobre los diferentes sectores y en especial del artístico, como los que emite sobre la muestra de Rodin, quien, para Darío, no es un solo creador sino dos: el inventor de la belleza, clásico y comprensible y el otro, surgido de las mismas fuentes de la naturaleza, el que ha esculpido el Pensador. Pero su entusiasmo por el mundo europeo va decayendo a medida que confirma la ruina de unas sociedades que realizarían las más horrendas guerras del mundo moderno. El primero de enero de 1901, en Reflexiones sobre el Año Nuevo parisiense, aseguró:

No hay mayor contraste que el de esta riqueza y placer insolentes, y este frío en que tanto pobre muere y tanto crimen se comete, de manera que las bombas que de cuando en cuando suenan en el trágico y aislado sport de algunos pobres locos, vienen a resultar ridículas e inexplicables. Esto no se acabará sino con un enorme movimiento, con aquel movimiento que presentía Enrique Heine, «ante el cual la Revolución francesa será un dulce idilio. 

Son estos los años cuando Darío toma conciencia de ser latinoamericano. Junto a los hermanos Cuervo, Vargas Vila, Blanco Fombona, Díaz Rodríguez, Tamayo, Nervo o Ugarte y Estrada había descubierto que París y la vida parisina que tanto amaron, les ignoraba. Salutación del optimista, escrito para un acto en el ateneo madrileño, organizado por la Unión Iberoamericana, es una premonición del caos que estaba a las puertas de la historia:

Siéntense sordos ímpetus en las entrañas del mundo,

la inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra; 

fuertes colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas, 

y algo se inicia como vasto social cataclismo

sobre la faz del orbe.

Cantos de vida y esperanza es el más importante de sus libros. Aparte de sus novedades formales, es un retorno a las preocupaciones y actitudes anteriores a Azul…: la política, el amor por lo hispano y el recelo ante Estados Unidos. Su visión del pasado y el presente abarca las civilizaciones abolidas, los conquistadores y los héroes de las gestas independentistas. Ve el peligro que representan Estados Unidos como un conflicto entre civilizaciones: la norteamericana es joven, agresiva, nórdica, pragmática, protestante; la nuestra, heredera de dos antiguas civilizaciones en descenso. En A Roosevelt, al optimismo yanqui, opone el alma de la América Hispana que sueña, vibra y ama. Son poemas que buscan las razones de una esperanza en nuestro futuro. Su otra preocupación es la religiosa. El nuevo Ideal está asociado a la fe, como en Los tres reyes magos o Canto de esperanza. Ante el poderío norteamericano y el apocalipsis inminente, fe y poesía son caminos para acercarse al misterio, a lo inefable del porvenir:

¡Torres de Dios! ¡Poetas!

¡Pararrayos celestes

que resistís las duras tempestades,

como crestas escuetas,

como picos agrestes,

rompeolas de las eternidades!

La mágica esperanza anuncia un día 

en que sobre la roca de armonía

expirará la pérfida sirena.

¡Esperad, esperemos todavía!

(Cantos)

La obra y la vida de Darío, que resume el proceso del Modernismo, es uno de los más vivos testimonios de las preocupaciones del alma hispánica en una época cuando nuevas generaciones de latinoamericanos no se encontraban a gusto bajo el tutelaje de las culturas dominantes en Europa y América. Desde el repudio a la realidad y su inicial refugio en mundos mitológicos y exóticos, hasta el reencuentro con las preocupaciones sociales y la formulación de las eternas preguntas sobre el arte, el placer, el amor, el tiempo, la vida, la muerte o la religión, hay en él, un poeta que comprendió, a cabalidad y con la imaginación, la hora y el espacio que le tocó vivir.

Padre y maestro mágico, liróforo celeste 

que al instrumento olímpico y a la siringa agreste 

diste tu acento encantador; 

¡Panida! Pan tú mismo, con coros condujiste 

hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste, 

¡al son del sistro y del tambor! 

Que tu sepulcro cubra de flores Primavera, 

que se humedezca el áspero hocico de la fiera 

de amor si pasa por allí; 

que el fúnebre recinto visite Pan bicorne; 

que de sangrientas rosas el fresco abril te adorne 

y de claveles de rubí. 

Que, si posarse quiere sobre la tumba el cuervo, 

ahuyenten la negrura del pájaro protervo 

el dulce canto de cristal 

que Filomela vierta sobre tus tristes huesos, 

o la armonía dulce de risas y de besos 

de culto oculto y florestal. 

Que púberes canéforas te ofrenden el acanto, 

que sobre tu sepulcro no se derrame el llanto, 

sino rocío, vino, miel: 

que el pámpano allí brote, las flores de Citeres, 

¡y que se escuchen vagos suspiros de mujeres 

bajo un simbólico laurel! 

Que si un pastor su pífano bajo el frescor del haya, 

en amorosos días, como en Virgilio, ensaya, 

tu nombre ponga en la canción; 

y que la virgen náyade, cuando ese nombre escuche 

con ansias y temores entre las linfas luche, 

llena de miedo y de pasión. 

De noche, en la montaña, en la negra montaña 

de las Visiones, pase gigante sombra extraña, 

sombra de un Sátiro espectral; 

que ella al centauro adusto con su grandeza asuste; 

de una extrahumana flauta la melodía ajuste 

a la armonía sideral. 

Y huya el tropel equino por la montaña vasta; 

tu rostro de ultratumba bañe la Luna casta 

de compasiva y blanca luz; 

y el Sátiro contemple sobre un lejano monte 

una cruz que se eleve cubriendo el horizonte 

¡y un resplandor sobre la cruz!

(Responso a Verlaine)


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