Conozco bien la situación socioeconómica del maestro venezolano porque soy uno de ellos; uno de tantos que pudiendo emigrar y huir del holocausto, decidió quedarse y afrontar, con todos los riesgos que ello implica, las consecuencias de la tragedia nacional en que nos subsumió la nomenklatura revolucionaria que ejerce y detenta el poder desde hace dos décadas.

Se han desmayado en pleno salón de clases, en los pasillos, en la cancha de hacer ejercicios con sus alumnos. He visto con inenarrable dolor y sufrimiento el padecimiento del hambre, me ha tocado auxiliar a colegas abatidos por el vértigo, que es como decir la guadaña con que se ensaña el hambre contra sus víctimas. Es rigurosamente cierto, cada día en Venezuela aumenta asombrosamente el número de docentes con severos trastornos psicosomáticos, con desajustes mentales y emocionales, con trastornos de personalidad, stress nervioso y desequilibrios ciclotímicos producto de la espeluznante tragedia que se cierne sobre la inmensa mayoría de la población económicamente vulnerable y desamparada de toda protección social. La figura social del maestro en Venezuela es digna de lástima. A lo largo y ancho del territorio nacional es común ver profesores mal vestidos; con zapatos raídos, remendados; con pantalones rotos, zurcidos, desteñidos o en deplorable estado, porque el bono por concepto de uniformes a duras penas alcanza a 1.500 bolívares, un monto con el que una maestra no puede comprarse tan siquiera una canilla de pan.

Si el mundo supiera que un marcador acrílico para pizarra, imprescindible en el desempeño laboral de la vida de un docente, cuesta 2.800 bolívares no lo creería. Ni el cuaderno con que los liceos llevan la relación de asistencia diaria del personal docente puede ser adquirido por las autoridades educativas, teniendo que, entre todos los maestros, hacer colectas (en Venezuela decimos “hacer una vaca”) para poder reponer el diario de asistencia.

Esto ocurre en el país que se ufana de exponer en sus informes de memoria y cuenta ante Naciones Unidas para el desarrollo de la nación el mayor índice de alfabetización y de ostentar una educación gratuita y de calidad.

Si un maestro en Venezuela, por alguna intempestiva situación sobrevenida, llegara a fallecer, el seguro funerario es tan irrisorio que es inútil intentar sepultar al difunto haciendo uso de tal prerrogativa contractual. Y así, sucesivamente, la triste y lamentable figura social del maestro ha devenido asalariado, depauperado y mendicante de las migajas que le concede el Estado, eventualmente en forma de bonos humillantes y desmoralizantes. Es preferible, y eso es lo que suelen hacer cada vez más maestros, ausentarse laboralmente de sus centros de trabajo consignando reposos y justificativos médicos, auténticos o falsos, como una estrategia de sobrevivencia y protección del mendrugo que reciben quincenalmente en forma de “salario”. Paradójicamente, en revolución socialista el maestro no solo no lee, sino que lee menos o simplemente no lee porque obviamente su salario dura “lo que dura casabe en caldo caliente” (la frase se la debo a Simón Bolívar, dicha a propósito de la realización del Congresillo de Cariaco).

Cifras extraoficiales indican que a la fecha han desertado del sistema educativo venezolano aproximadamente unos 60.000 trabajadores de la docencia. Mano de obra calificada que ha pasado a engrosar al capital social y humano de la población económicamente activa de las naciones vecinas y de allende los mares.


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