¿Qué puede estar pensando la comunidad internacional de un régimen que está irracionalmente dispuesto a recurrir a la violencia para impedir el ingreso de una ayuda humanitaria que el pueblo está reclamando desde hace años? ¿Qué puede pensar de un régimen que además de cerrarle el paso a la vía por donde debe ser traslada tan preciada carga, envía no solo un contingente de la Guardia Nacional para impedirlo, sino que además le encomienda la tarea a un grupo de presos comunes con nefasto prontuario?

¿Qué puede hacer una población desarmada ante un régimen dispuesto a utilizar la fuerza para impedir el ingreso de una ayuda salvadora?

¿Qué puede hacer una población como la venezolana, condenada a una muerte lenta y segura por enfermedades sin posibilidad de medicamentos a su disposición, ni de ser atendidos en los centros hospitalarios porque todos los del país colapsaron gracias a lo que muchos consideran una negligencia programada, y por lo tanto imperdonable, por parte de un régimen que se niega a desconocer esa realidad?

Estamos hablando no de los enfermos que caben en un hospital, sino de más de 300.000 venezolanos afectados por patologías graves que penan porque no encuentran los medicamentos para tratar su cáncer, su problema renal, su afección cardiovascular, su inmunodeficiencia, ni contrarrestar los daños de una gripe severa, de una tuberculosis o de un reaparecido paludismo. Son años los que tiene esta población sufriendo por los exabruptos cometidos por el castrocomunismo que llevaron a colapsar nuestro ya deteriorado sistema de salud.

Ni Maduro, ni Cabello, ni Padrino, ni los hermanos Rodríguez, ni el resto de personas que han tenido responsabilidad directa en la destrucción de nuestro sistema de salud pueden tapar el sol con un dedo y negar la trágica situación humanitaria que golpea a una población que ya no aguanta más tantas penurias, acosos y limitaciones, como la nuestra.

No pueden, a la luz de los hechos, negar la realidad que ha provocado la huida de más de 3 millones de venezolanos hacia geografías vecinas por no encontrar ni presente ni futuro en un país venido a pique como el nuestro, como tampoco pueden escudarse en el discurso antimperialista para arremeter contra una ayuda humanitaria que la comunidad internacional de naturaleza democrática decidió enviar a Venezuela condolida por nuestra tragedia.

La verdad pura, simple, amarga y trágica es que después de veinte años sufriendo, como si se tratase de una maldición, las tropelías castrocomunistas, en Venezuela hoy hay una población subalimentada, una infancia en peligro de crecer con altas deficiencias físicas y mentales por falta de nutrientes, una creciente mortalidad por enfermedades no atendidas. No estamos hablando de los pacientes que cabrían en los hospitales de Venezuela, hablamos de más de 300.000 enfermos atacados por patologías muchas de ellas terminales, imposibilitados como están, me incluyo entre ellos, de encontrar los tratamientos adecuados, bien porque no los hay o porque, gracias a la inflación que las políticas del régimen han generado, no los puede comprar por sus altísimos precios.

Nunca como ahora el sentimiento de un país como el nuestro, golpeado a mansalva por el fracaso de una mal llamada revolución castrocomunista, se ha manifestado en términos tan negativos contra el régimen. Nunca como ahora el crecimiento del descontento nacional se le puede percibir por donde usted vaya, así sea por los territorios habituales de sus simpatizantes, sin necesidad de los estudios de opinión que nos hablan de un rechazo de 90% de la población que grita con claridad meridiana: ¡Ya basta!

Nunca como ahora había sido tan unánime el repudio de la comunidad internacional hacia un régimen que por culpa de sus propios errores se ha hecho cada día que pasa más inviable.

Pero también es verdad que nunca como ahora habíamos topado con un régimen que, habiendo perdido desde hace tiempo el respaldo popular, que es señalado como una tiranía, que perdió el respeto incluso de muchos de sus aliados que lo han considerado un verdadero desastre, herido de muerte, y descubierto como está en su infinita maldad, esté dispuesto a usar las armas para impedir algo tan vital como una ayuda humanitaria cuyo propósito es aliviar el sufrimiento de ese pueblo que, en su retórica vacía, dice amar.

Lo que no entiende un régimen tan prepotente y energúmeno, y además carente de toda autocrítica, es que con todos los argumentos esgrimidos para negarse a aceptar una ayuda humanitaria que viene implorando el pueblo desde hace ya varios años, y que con tanto esfuerzo ha logrado concertar la oposición, no ha hecho otra cosa que instalarse en los predios y el frenesí de la psicopatía, y eso en política equivale a haber entrado en el mismo territorio en el que entraron el nazismo hitleriano, el fascismo de Mussolini, y el comunismo de Stalin, lo cual decretó su inexorable final.

Hay momentos en que les toca a los pueblos decidir su propio destino, bien porque la norma les brinda la oportunidad siempre deseable de expresar su posición en unas elecciones, siempre y cuando estas sean verdaderamente limpias, confiables, libres y ante un rector absolutamente imparcial, que no es nuestro caso, o, en su defecto, mediante un acto de desobediencia firme ante los designios de una desventurada e inaceptable tiranía. Y ese es el caso de Venezuela, porque la fuerza de la irracionalidad de un régimen fracasado no solo se niega a admitir la ruta constitucional del voto, sino que ha colocado una barrera previa con altos riesgos de violencia extrema, al decidir declararle la guerra a una ayuda humanitaria que el pueblo viene reclamando desde hace tiempo con mucha urgencia.

He hablado de psicopatía porque las acciones que ejecuta o pretende ejecutar el régimen son propias de psicópatas.

Decir que recibir la ayuda sería un acto de humillación para el país es, cuanto menos, un descerebrado acto de cinismo. Decir que esa ayuda es el instrumento de un golpe de Estado diseñado por Trump para derrocar a Maduro, es pasar por alto que los únicos que pueden hacerlo son los militares que todavía lo acompañan.

Acusar de guerra biológica a esa ayuda, es poner en evidencia que las dictaduras comunistas, cuando las arropa el miedo de ver tan cerca su final, son capaces de todo, y, cuando digo de todo, estoy hablando de la violencia más extrema. Basta escucharlos para exclamar: Que Dios salve a Venezuela.

En momentos como estos, y con mucho dolor, me resulta inevitable que vengan a mi mente versos, estrofas o fragmentos de textos como este con el que finaliza uno de mis poemas de Estado de sitio: “Han dicho que van a disparar, entonces bajo la estricta protesta de Dios, que disparen, pues, que disparen”.


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