Se siente como una cosquilla en el estómago. Sí, más o menos. Una sensación airosa alrededor de la zona del ombligo que luego se transforma en un dolor punzante, como si la correa del pantalón te quedase apretada. Octavio se desploma. Con el cachete pegado al pavimento de la avenida que da a la estación Teatros, ve a los dos sujetos alejarse; pequeños, inverosímiles a la distancia.

Hora del almuerzo. La zona de El Silencio está atestada de gente fumándose su cigarrito, de gente jugándose los animalitos del mediodía. De gente a quien no le interesa que Octavio esté tirado en el suelo, ensangrentado. Pesadez en los ojos. Su respiración se ralentiza por la sordomudez de una ciudad que se niega a prestarle auxilio. Le duele la cabeza. “Mamá, ¿te gusto el regalo?”; “…y ruego a Dios porque pases, un cumpleaños feliz…”. “Sopla, sopla”. De pronto, cree escuchar el sonido de un tubo de escape, el de una maleta que se abre… “¡Móntalo ahí, móntalo!”. “¡Se nos muere el chamo, vale!”

Octavio es flaquito, de cabello desordenado y mirada ojerosa. Di con él a través de una publicación suya posteada en Facebook con el título “Me asaltaron. Estoy bien”. “Escribí esos párrafos porque me desaparecí de la universidad por mucho tiempo y los compañeros estaban preguntando por mí”, me dijo en una conversación telefónica. “Claro, no tengo rollo de que me entrevistes, pero no vayas a mencionar mi apellido. En Venezuela nunca se sabe”. Charlamos como si fuésemos amigos, expresiones de esta generación maltrecha, amedrentada a quemarropa. “Si me hubieras llamado dos semanas antes, no habría tenido suficiente oxígeno para contestarte. Tengo los pulmones afectados”.

Hospital Vargas, 3:00 de la tarde. A las afueras de la Emergencia, una cola de usuarios con carpetas en las manos. Radiografías. Informes de resonancias magnéticas. Récipes vencidos del Seguro Social. El personal médico lleva meses de paro, de protestas; sin embargo, el acceso a los pacientes no ha sido restringido. Al frente de unos banquitos de plástico, cerca de donde se debería parar la ambulancia que hoy día no existe, se estaciona una pick up de la Guardia Nacional. Se bajan tres tipos de traje verde. Como líder de la patota está una militar de tetas protuberantes y chaleco. “¡Busquen a un doctor, el chamo no respira!”. Uno de los sujetos entra corriendo a las instalaciones del hospital y al cabo de 10 minutos sale con la que podríamos denominar “la residente”. Arremangándose la bata, la residente asoma la cara en la maleta de la camioneta e inspecciona el escenario.

—No, aquí no es posible ingresarlo. No disponemos ni de insumos ni de camas.

La militar insiste. Menea la insignia de su teta izquierda, señalándole a la residente que, en este país, la última palabra la tienen los cuarteles. A ellos nadie los intimida y, por encima de eso, están es cumpliendo con su deber para con la ciudadanía. Protegiéndolos. Previniéndoles del peligro.

—Este chamo no es malandro; a él sí hay que salvarlo –dice.

Ella lo había observado todo desde un extremo de la avenida Lecuna: dos hombres, uno gordo de lentes de sol y otro de tez morena y gorra rosada acercándosele, por la parte de atrás, a un muchacho de apariencia raquítica y bolso de tela. El de mayor peso se sacó un cuchillo del bolsillo mientras que su compañero, por ser más chico y ágil, se encaraba en la espalda de la víctima para ahorcarlo. Una. Dos. En el costado. Sobre la ingle. Puñaladas asestadas no solo en el cuerpo del que no podía defenderse, sino también en la conciencia suya, como funcionaria de la milicia. Correr o no correr. Ese chamo bien podría ser hijo suyo, o quizás su hermano. Tres. Cuatro. Los segundos retumbaban en su cabeza como los chorros de sangre que se resbalaban por las alcantarillas de la avenida. Un ombligo abierto. Unos rostros macabros que reían. Ella lo había observado todo desde un extremo de la Lecuna, cual tráiler de cinematografía independiente.

—Supongo que al instante la tipa sí quiso ayudarme –afirma Octavio, alzando la voz para contraponer la pésima recepción de Cantv–. Lo que sucedió fue que otro militar no se lo permitió y no le quedó más remedio que esperar a que, por un milagro, me dejasen botado. Cuando los hampones se dieron a la fuga, ahí sí se acercó con una pick up y otros tantos.

—¿Por qué crees que le prohibieron intervenir en el asalto?

—Por miedo, ¿qué más? Si se meten con las bandas de la zona, les echarán cuchillo sin compasión. Yo no me enrollo; al final, gracias a la militar esa es que estoy conversando contigo en estos momentos. Ni modo. Las cosas son como son.

“Este chamo no es malandro; a él sí hay que salvarlo”, vuelve a insistir la uniformada.

Arreglan una camilla y acuestan al convaleciente joven. Las autoridades de guardia tienen sus dudas. No obstante, y de imprevisto, de la cobija de la camilla se alza un brazo que apunta hacia el techo de la sala. Octavio comienza a escupir nombres, números de teléfono. Datos. Identificaciones diversas. “Yo soy ucevista, ¡yo estudio Estudios Políticos!”, se oye. “Comuníquense con mi mamá, por favor, díganle que soy… su hijo”. La escena le es confusa. Su paladar todavía sabe a chocolate; el aire le huele a vela recién soplada. Octavio piensa que está en el sofá de casa de su abuela, esperando a que piquen la gelatina. El quesillo. La abuela es especialista en postres. Según la abuela, la situación país podrá ser de mierda, pero las familias merecen una pausa. Lástima, de verdad, que el abuelo no se echó el viaje hasta Teatros. Es el transporte, la falta de efectivo. El Metro que no sirve. Pero las familias merecen una pausa, según la abuela.

Y es que, en Venezuela, los reencuentros entre parientes son golpes de suerte. En Venezuela, los abrazos, los apretones de mano y los besos en el cachete ya no son sino minúsculas garantías de supervivencia.

—Casi todo el personal médico del Vargas que me atendió era de la UCV. Tres días en terapia intensiva, dos en respiración artificial. Los de la cirugía no cobraron sus honorarios profesionales, Gianni. Me da la impresión de que, de pana, la camaradería universitaria tuvo algo que ver, ¿sabes? Me curaron de gratis, aunque el procedimiento que aplicaron ha traído sus consecuencias.

Hospital Vargas, 4:00 de la tarde. La pareja de la esquina, esa que está sentada a las puertas del quirófano, se suena la nariz con un pedazo de servilleta del almuerzo. La señora tiene la frente incrustada en el pecho de su acompañante; se estruja con fuerza, como si padeciese de alergia. El celular le había sonado cuando estaba calentando la comida en el microondas de la escuela donde trabaja. Número desconocido. No contestó. Puso la atención en su menú: pasta y asado; en papel de aluminio, una tajada de torta de chocolate del día anterior. Número desconocido, de nuevo. Atiende. “¿Aló?, ¿quién habla? ¿Qué? Usted me tiene que estar jodiendo. Ya salgo para allá”. Disparada, se lanzó hasta el hospital y en el camino llamo a su ex marido. Aún no han podido verlo. Desde hace ya un par de horas que lo están operando.

Migrañas de pensamientos. La inflación atentará contra la recuperación de su hijo. Sus sueldos de agua, los anaqueles de medicinas vacías. ¿Y si vende el apartamento? ¿Y si lo manda para el extranjero? No va a querer irse, no, y ella no lo dejará solo.

—¿Ustedes son los padres del muchacho?

—Sí.

—OK, fíjense. Le realizamos una exploración abdominal que nos permitió determinar los daños causados por las heridas. No fue lo más conveniente pero no hubo remedio. Por los momentos está estable, aunque delicado.

—¿Se salvará?

—Señora, nada es seguro en este país.

Actualmente, en Venezuela se registra una tasa de 90 fallecidos por cada 100.000 habitantes, cuestión que equivale a 76 muertes cada día. 3 fallecidos por hora. En sentencia de los expertos, el deterioro de las instituciones es el factor más relevante del incremento de la violencia y el delito. De otras cuantas puñaladas. De cantidad de operaciones caducas, fuera de vigencia científica.

—Disculpa que ayer no te respondí el teléfono, Gianni. Estaba en el cardiólogo –me dice Octavio–. A raíz de la exploración abdominal, el corazón se me movió de posición y por ello estoy presentando complicaciones de tensión arterial. Durante la operación, me fracturaron las costillas para poder introducir los equipos, que los compró mi mamá, por cierto. Luego ella se los donó al hospital, claro. Esa gente no tiene nada con qué trabajar. En fin, debo estar en cama, de reposo. No te niego que le tengo temor a las secuelas.

Si los doctores hubieran contado con los recursos necesarios, a Octavio se le habría practicado una toracotomía, procedimiento vanguardia en las naciones desarrolladas. Gracias a sus familiares residenciados en Colombia es que puede costearse las medicinas.

Octavio, además de cursar estudios en la UCV, es programador como su papá. Le encanta Julio Verne. Sueña con viajar por el mundo y después regresar.

—¿Tienes planes de emigrar?  

—Si te confieso algo, ¿podrías incluirlo textual en tu crónica?

—Por supuesto. Adelante.

—El Estado es el territorio y su gente, la cultura de los que aquí habitamos. Yo no quisiera salir de Venezuela porque amo el país donde nací. Ideales políticos no tengo. Me atraen los partidos de tercera vía; me parecen mucho más atractivos. Hay que quitarnos las caretas porque los partidos políticos no son equipos de beisbol. Tenemos que dejar de ser fanáticos y tenemos que dejar de apostar por gente que se aprovecha del erario público.

—Gracias por haber aceptado conversar conmigo.

—No, tranquilo. No tengo rollo. Solo no menciones mi apellido.

—Antes de trancar, ¿te importaría si te pregunto qué es lo que estabas haciendo el día anterior al asalto?

—Simple. Era el cumpleaños de mi mamá y de mi abuela. Lo poco que recuerdo es que nos hartamos de torta de chocolate y que yo les di un regalo a ambas. Nos sentíamos tan pero tan felices, Gianni, alejados del país en el que estamos. Era como si, no sé, nada malo pudiera sucedernos.
 


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!