«La Comunicación Social es una disciplina incompatible con la variedad de formas empleadas por los ya no encapuchados terroristas, a quienes divierte cometer, flagrantemente, ultrajes que menoscaban los derechos universales del ser humano»

Es inaudito que un comunicador social –escritor, periodista, instructor de academia, guía– presuma serlo adhiriéndose a protocolos dictatoriales de censura relacionados con personalidades que conducen los destinos de repúblicas. El año 1982 publiqué dos libros de cuentos y una novela breve. En la antigua sede del diario El Nacional, que visitaba esporádicamente para consignar mis artículos, obsequié Inmaculado [Monte Ávila Editores] a don Miguel Otero Silva, notable intelectual que solía dictar charlas fugaces y espontáneas a quienes integraban el magnífico equipo de redactores, ubicados en un área espaciosa en la cual todos podían verse e interactuar, platicar-discutir, sobre sucesos nacionales e internacionales. Yo era muy joven y me sentía privilegiado de poder escucharlo, expresarle alguna idea, sentir cómo palmeaba mi espalda con la afabilidad que lo caracterizaba.

Mientras conversaba fugazmente con el destacado periodista y escritor José Pulido en un pequeño cubículo que tenía aparte, vi a Otero Silva leer Inmaculado. Me emocioné. Salí a su encuentro una vez más, y me invitó a que lo acompañara hacia la Sala de Redacción. Abrazado, me condujo hacia allá. Caminábamos e intrigado me preguntó: «¿En cuál ciudad de Venezuela una calle tiene mi nombre», que indicaba uno de mis relatos. Cuando estuvimos frente a la Sala de Redacción, casi todos los periodistas se levantaron de sus sillas en señal de respeto: contentos, lo saludaban desde la distancia. Entre ellos vi a Earle Herrera y a Luis Britto García, quien frecuentaba las instalaciones del diario. Casi al unísono, ambos reprocharon al memorable que permitiese a un imberbe y reaccionario como yo mantener una columna en El Nacional. Desde mi iniciación no tuve empacho en desenmascarar la revolución cubana y otros regímenes totalitarios con los cuales innumerables hacedores de Literatura, insólitamente, simpatizaban. También formulaba duras críticas contra la caricaturesca democracia venezolana de la ahora llamada «cuarta república». Sonreído, Otero Silva les respondió: «El Nacional es un medio de comunicación democrático, ¿se oponen ustedes a ello? Nuestro diario tiene la obligación de fomentar el constitucional pluralismo ideológico».

Britto García me miró fijamente a los ojos y expresó que no yo debía sentir auténtica empatía hacia Otero Silva, un escritor mundialmente respetado por intelectuales socialistas, algunos de los cuales eran sus amigos íntimos.

–Di la verdad, hazlo en presencia de don Miguel –me encaraba–. ¿Cómo es posible que un detractor del socialismo admire a un intelectual que mantiene lazos afectivos con destacados poetas y narradores adherentes de la institucionalidad revolucionaria comunista?

–Lo admiro porque es un gran escritor y, aparte, un exitoso empresario venezolano –fue mi respuesta–. Soy defensor del empresariado privado.

Han transcurrido décadas y la paramnesia de ciertos escritores, poetas y artistas de Venezuela les impide recordar que fueron cortésmente recibidos en El Nacional y sus creaciones difundidas para que lograran consagración. En la actualidad, es políticamente riesgoso defender medios informativos amenazados por forajidos con poder de mando. Cierto, pero yo deploro el hostigamiento judicial contra su principal accionista exiliado en España. Si fuese falacia que la sabiduría derroca dictaduras, los déspotas no se empecinarían en cerrar o apropiarse indebidamente de los instrumentos que la difunden.


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