Ya Colombia se encuentra en el proceso preelectoral y es un hecho que el plato fuerte de la contienda presidencial va a ser la implementación de los acuerdos de paz. Ello tiene al gobierno en guardia y es con sumo cuidado que la administración Santos se adentra en este proceso de ponerle acción a las palabras frías de los convenios, a sabiendas de que va pisando sobre huevos y de que un paso en falso puede costarle caro al candidato que desee favorecer en la contienda.

De hecho, si el candidato fuera el propio Juan Manuel Santos y las elecciones tuvieran lugar la semana entrante, sería estrepitosa su caída. El presidente se la jugó completa en lo que fue su más caro proyecto –la paz con la insurgencia guerrillera– en el que se invirtió con una tenacidad épica, consiguiendo coronarlo con éxito. Sin embargo, los méritos de tal logro están todos por verse y van a depender no solo de la capacidad de su administración en la implementación de los mismos, sino de la buena fe que la guerrilla de las FARC –hoy sacramentalizada– exhiba a lo largo de los meses de vienen, y también de que la población de a pie perciba el nuevo estado de cosas como valioso para el conglomerado colombiano y para sí mismo como individuo. Es sobre ese ejercicio individual e íntimo de cada votante que deberá incidir el gobierno, si desea permanencia para sus ideas y ejecutorias a través de un candidato que las represente y de un Congreso que no las bombardee.

A menos de un año de tener que pasarle el testigo al próximo mandatario, Juan Manuel Santos apenas consigue exhibir 16% de buena imagen. Casi la mitad de los encuestados, en una medición contratada por la alianza de los principales medios del país a fin de septiembre pasado, apenas consideran su gestión “regular”, y algo más de un tercio entre quienes opinaron no lo quieren para nada. Con solo uno de cada seis colombianos resteados a su favor, su capacidad de influir en el electorado se ve muy limitada. Sin embargo, sus ejecutorias en materia económica puede que influyan en levantar la favorabilidad de los votantes.

El escollo más grande, entonces, es el de conseguir que los nuevos actores de la vida política de Colombia no tuerzan, con sus ejecutorias o con su falta de compromiso, la paz que tanto Santos ha promovido.

En este terreno, la politóloga colombiana Marcela Prieto señalaba, hace unos meses, tres áreas en las que las obligaciones asumidas por los ex guerrilleros dentro del marco de los acuerdos de La Habana se deben hacer sentir contundentemente: la dejación de las armas, el fin del reclutamiento de menores y el control sobre los disidentes y grupos de criminales que se han separado de las FARC y del ELN para armar tienda propia para perpetrar crímenes y dedicarse al narcotráfico. En estos terrenos los compromisos son recíprocos entre gobierno y guerrilla y le toca al gobierno no escurrir el bulto de los incumplimientos de su contraparte sino exigir verticalidad total. La realidad es que a esta hora entre el dicho y el hecho aún el trecho es enorme, en cada una de estas áreas… pero puede mejorar.

De la capacidad de Juan Manuel Santos de alinear estos intereses va a depender la incidencia que el actual presidente llegue a tener en el proceso electoral. Una Colombia pacificada en los meses que los separan de las votaciones será muy instrumental para ello.


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