El título de este artículo puede resultar extraño, porque eso de ser santos suena a algo ajeno a nuestras vidas, a un ideal inalcanzable para muchos y privilegio de unos pocos seres extraordinarios. La santidad puede parecer, además, algo aburrido que vendría a entristecernos con una pesada carga de reglas y normas que nos restarían libertad. En principio, puede no atraer por su aparente rareza, pero lo cierto es que tiene que ver con nuestra hambre de trascendencia y la unión con el Dios que sacia. La amistad con Jesús, por otra parte, no aburre, pues es bastante cierto que Él da de beber un agua que quita la sed.

Todos los caminos son distintos, tanto como la huella digital lo es para cada uno, pero Jesús pide a quienes lo siguen ser perfectos como el Padre celestial (cfr. Mt 5, 48). Perfectos en la caridad; en el amor a Dios y al prójimo, cosa que no tiene mucho que ver con ser intachables y rigoristas, pues la llamada es a una paz que nace de la guerra contra los obstáculos al amor de Dios. Y ese amor nos humaniza.

Lo dicho sirve para enmarcar la noticia de que ayer fue la beatificación de la primera persona laica del Opus Dei, Guadalupe Ortiz de Landázuri. Una mujer que conoció a san Josemaría Escrivá después de que se sintiera “tocada” por Dios al término de una misa y comentara a un amigo que deseaba conversar con un sacerdote sobre sus inquietudes. El fruto de este encuentro fue una clara invitación a buscar a Dios “en la calle”, a través del trabajo y las labores corrientes de cada día. A través de todas las vicisitudes de la vida, de los oficios más humanos y sencillos, de las penas y alegrías. Invitación a la que respondió en 1944 y a la que supo ser fiel hasta el momento de su muerte en 1975.

La beatificación de alguien es una luz en el camino de todos. La vida de todo nuevo beato o santo es un ejemplo en el sentido de que pone de relieve que es posible y deseable amar a Dios y al prójimo en medio de las circunstancias que nos toca vivir. Uno puede superarse a sí mismo; se puede satisfacer esa ansia de bondad que tenemos; Jesús puede habitar realmente en nosotros y podemos empezar a saborear en esta tierra esa felicidad que nos espera en la otra vida: de esto es signo una beatificación, tal como yo lo veo.

Una vez decidida a colaborar con san Josemaría en la expansión de ese mensaje que él había recibido de Dios, Guadalupe dedicó su vida a la docencia universitaria en el área de la química –en la que era muy competente–, en la formación de jóvenes y en el impulso de iniciativas de gran impacto social en México, país en el que vivió y ayudó a asentar las bases del Opus Dei.

Dicen que la caracterizaba su alegría, fortaleza, valentía y humanidad. Virtudes que se van moldeando en los hombres y mujeres que van siendo conscientes de que donde se unen el cielo y la tierra, como decía san Josemaría, no es en la línea del horizonte sino en el corazón de cada uno, cuando se lucha por vivir santamente la vida ordinaria. Una santidad que amerita de la purificación por parte de un amor más fuerte que el nuestro, pues se trata de un don.

Llama la atención en la vida de esta nueva beata la reciedumbre y capacidad de amar, de perdonar, con que ayudó a preparar a su padre antes de ser fusilado durante la guerra civil española. Si ayudar a morir a un padre o a un ser querido ya es difícil, es fácil imaginar cuánto podría serlo en una situación tan crítica como esa. Esmerarse por consolarlo y darle paz resultó heroico. Tanto como su esfuerzo por perdonar. Fue un momento duro en su vida y significativo de su personalidad.

Esta situación es tal vez extraordinaria, pero la vida tiene momentos así, unos más difíciles que otros. Y su capacidad de abrir el corazón a una realidad tan dura, la dispuso a amar más.

Su vida sencilla y ordinaria estuvo transida por el amor a ese Padre que acoge y perdona: sello que confiere el valor de eternidad a lo que hacemos. Su lucha por identificarse con Jesús, por ser “Cristo que pasa”, como diría san Josemaría, es lo que explica la fuerza de una unión con Dios que se propagó a muchos a través de su humanidad y alegría. Virtudes que parecen “sencillas” de adquirir, pero a las que preceden realmente batallas interiores heroicas. En esto consistió su vida: en esmerarse por responder a su vocación, a su trabajo, a sus inquietudes –tanto humanas como espirituales– lo mejor que podía, amando a Dios y al prójimo con todas sus fuerzas.

Buscamos tal vez la santidad en signos materiales y milagros, pero la vida enseña que amar, perdonar, esforzarse cada día en lo que toca, ser humilde, rectificar, dejarse moldear por Dios y ayudar al prójimo no es cualquier cosa y aunque no luzca ni se vea nada brillante a primera vista, el tiempo revela que como ocurría con Jesús, de los frutos espirituales de esta lucha sale una fuerza que cura a todos. Imitar a Cristo en su vida oculta, pública, en su pasión y resurrección es asequible para quien de verdad desee responderle, ayudado por la gracia de los sacramentos y la oración.

El signo de que Guadalupe está en el cielo se trata de la curación de Antonio Jesús Sedano, de 76 años de edad, de un tumor maligno de piel junto al ojo derecho en 2002. Una noche, días antes de la operación, pidió a la nueva beata por su curación y al día siguiente, al levantarse, vio que el tumor había desaparecido.

Aprobado por el papa Francisco, este es el signo que se pide para certificar la santidad de una vida que ya se intuía a su muerte, cosa que nos estimula a desear bienes más altos.

Así veo yo lo que significa una beatificación en la Iglesia y el llamado universal a la santidad al que respondemos libremente.


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