Samuel González-Seijas

Si no se nos parece al mártir asaeteado y después azotado hasta la muerte, allá en los días del emperador romano Diocleciano, el joven flaco y largo que este jueves 20 de abril caminó con sus carnes al viento en medio de la represión, al menos nos puede recordar a esos eremitas cristianos, peregrinos de hambre y sueños angélicos de la Edad Media. Allí apareció entre la turba, desnudo, con un koala terciado a modo de zurrón y una Biblia en la mano, dirigiendo sus pasos directamente a las tanquetas de la guardia, al humo y los puntiagudos dientes de los perdigones. Gritaba, hablaba para sí y extendía los brazos como si ya supiera que lo esperaban unos maderos para la crucifixión.

Las imágenes que vimos de él quizá hayan podido despertar en nosotros memoria de algo que aprendimos en nuestras primeras horas espirituales, todas ellas muy escondidas al fondo de cada quien, cubiertas de peroles personales, renuncias, abjuraciones y decepciones mundanas. O, simplemente,  bajo capas de aburrimiento. Y eso que tal vez haya emergido al contemplar sus gestos de entrega, de atrevimiento, de franco desatino, pero también de valentía, despojo, y humildad frente a la más bruta de las sañas políticas que se viven hoy en nuestra ciudad, sea la vieja sabiduría de intentar torcer el curso de las cosas, de desviar el devenir de los acontecimientos, llevados por la sola fuerza de la convicción, de la entrega y de la humillación voluntaria. Eso que se llama fe.

Un san Sebastián herido, entregado y dispuesto a recibir todos los castigos, fue lo que vi en esas imágenes del joven Hans Wuerich, los brazos en cruz, bajo un cielo de humo que hacía arder los ojos y la piel. Con su libro de oraciones en una mano, iba pidiendo a la barbarie que no lanzaran más bombas. Se atrevió a lo que nadie se ha atrevido en las previas manifestaciones por la libertad y la decencia que nos han arrebatado. Se atrevió a desnudarse y a pedir, ante el monstruo, que cesara el horror. Y se ofreció como pieza de cambio, como enclenque animal de sacrificio. O así pareció.

Hay imágenes que pueden calar hondo. La desgracia de la vida ciudadana que ahora padecemos viene pródiga en regalos negros como estas del San Sebastián de la autopista. O como la de Paola, cayendo de boca al asfalto, mordiendo demasiado temprano el suelo de su tierra tachirense. No sé que tan dormidos estemos, pero una muy antigua señora llamada compasión parece despertarse, sacudirse la modorra de años, y salir a la avenida y a gritar su desesperación a los cuatro vientos.


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