No llegábamos Oswaldo Barreto y yo a los veinte años de edad en Paris y salíamos esa noche de ver una película en compañía de dos chicas amigas; una de ellas, Farah Diba, iba a ser emperatriz, la mujer del sha de Persia, pero en aquel momento era estudiante, Caminar a esa hora por los desolados pasillos del metro en aquella larga conexión de una a otra estación alteraba los nervios, sobre todo cuando nos percatamos de que un negro nos seguía. Las muchachas se pusieron aun más nerviosas y Oswaldo y yo decidimos enfrentar al hombre que asustaba nuestros pasos. Oswaldo le preguntó en ruda lengua francesa qué quería de las chicas y el negro miró a Oswaldo con suave deferencia y dijo con marcado acento senegalés: “¡No quiero nada con ellas! ¡Lo que quiero es contigo!”. Nos dio risa e invitamos al muchacho a tomar una copa y escucharle contar los sufrimientos de los homosexuales en su país, que resultó no ser Senegal sino Camerún.

El piróscafo Auriga, que me llevó a Europa siendo yo adolescente, ancló a su aire en la Guadalupe y en Martinica para embarcar grupos de muchachos negros que iban como carne de cañón para la guerra que Francia perdió en Indochina. El célebre asedio y la caída francesa de Dien Bien Phu, en 1954.

Yo los veía moverse de un lado a otro del barco diciendo Bocú; creía que estaban invocando a uno de sus dioses africanos y me explicaron que lo que pronunciaban era la palabra “mucho” (beaucoup).

Yo vivo en Caracas y siempre me he mantenido alejado de cualquier gesto o distanciamientos racistas frecuentes, sin embargo, en una sociedad en la que se habla del “salto atrás”, se afirma que todos somos “café con leche” y se celebran con risotadas comentarios como “blanco que corre es campeón; negro que corre es ladrón”. 

Pareciera que no se practica racismo en la Venezuela que tutea a todo el mundo, pero se hace de manera secreta y sofisticada: “¡Tú sabes que él…!” y quien lo dice se toca el dorso de la mano con el índice. O refiriéndose a quienes suben al Ávila por Altamira dicen: ”¡Él sube por El Marqués!” En el baño turco encontré a un chico rubio, molesto, masticando su odio hacia los negros. Le hice ver que el rencor le estaba retorciendo el cuerpo y en cambio yo me veía esbelto porque apreciaba la amistad de los negros.

La célebre coreógrafa Ana Sokolov estuvo en Caracas y prefirió llegar a mi casa porque era muy amiga de mi mujer Belén Lobo. Cuando  le mencionamos al Negro Ledezma, bailarín y coreógrafo venezolano y !e explicamos que lo llamábamos así por cariño, enfureció y no toleró que  despreciáramos su verdadero nombre de José. 

Ledezma me aseguró unA vez que si alguien lo llamaba afrodescendiente le mentaría la madre. 

Siendo diputado por la Martinica, Aimé Cesaire, al finalizar la Segunda Guerra Mundial pronunció un estremecedor discurso sobre la negritud en la Asamblea Nacional y aseguró que las atrocidades que los franceses hicieron a los negros de Martinica ¡eran peores que las que los nazis les hicieron a ellos mismos, gloriosos herederos de Napoleón y de Charles De Gaulle! 

Nuestros historiadores sostienen que la famosa exaltación revolucionaria francesa de Liberté, egalité et fraternité y el zumbido de la guillotina decapitando a la nobleza no calaron en la sociedad venezolana durante la época colonial porque eran inadmisibles. La aristocracia caraqueña no aprobó semejante efusión igualitaria y hubo que esperar que transcurrieran los difíciles años de la guerra de Independencia y se fraguara la no menos turbulenta guerra de la Federación para que Ezequiel Zamora se vinculara a la violencia social que desató e hizo posible la libertad, la igualdad y la fraternidad y al mismo Zamora buscando en la batalla de Santa Inés, en Cojedes, la bala que iba a convertir en héroe al ”blanco de orilla” que él fue y para que Hugo Chávez en la política y Román Chalbaud en el cine lo enaltecieran mientras Chávez hacía algún gesto racista o antisemita: ¡Israel, te maldigo desde mis entrañas! y allí le explotó el cáncer que lo mató o expresaba su espesa vulgaridad olvidándose del salto atrás que pudo haber salido de los matorrales cerca de su casa en Barinas.

Se considera “salto atrás” heredar genéticamente una inesperada tez oscura, pero en la Venezuela bolivariana el salto es hacia el hambre y la diáspora y lo está dando el propio país, agobiado por un régimen militar despótico, corrupto, perverso y devastador que está llegando afortunadamente al estertor y a la impaciencia de Donald Trump. El país sigue siendo primitivo, pero los militares lo están arrinconando aun más; caemos por el acantilado y nos tornamos tan primitivos como Martín Espinoza, aquel jefe guerrillero que se incorporó a las fuerzas de Ezequiel Zamora y resultó salvaje y feroz: se complacía en matar blancos y a todo aquel que supiera leer o escribir. ¡Lo mandó a fusilar el propio Zamora! Tenía 13 lugartenientes llamados las Trece Fieras y solo atendían por sus apodos: Tigre, Mapanare, Caimán, Cascabel… y contaba también con Tiburcio Pérez, llamado el Adivino porque, como Hugo Chávez, era brujo y agorero.

El verdadero salto atrás no es el que muestra una mancha oscura en el trasero para indicar que un negro anduvo entre nuestros ancestros. El verdadero es el que nos empuja y sepulta al estado primitivo que aspiramos vencer o superar, alejándonos de la criminal mediocridad bolivariana para abrazarnos nuevamente a la democracia o a la forma de gobierno que advenga (¡será siempre mejor que la que padecemos actualmente!) obligando a los militares a regresar a sus cuarteles, dejar allí las armas y devolver el dinero saqueado del tesoro público en caso de que no hayan podido abandonar el país como las ratas del barco que se hunde.

¡Y al hacerlo, dejaría de preocuparme por cualquier salto atrás y junto  a mi amigo César Cortéz entraría, ¡Dios me oiga!, en la civilización que él y nosotros tanto anhelamos.


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