I.

Por estos días, la Reforma de Córdoba, considerada un hito fundamental en la historia de la universidad latinoamericana, está cumpliendo cien años. Allí se cocinaron ideas que han venido estructurando nuestra educación superior a lo largo del tiempo. Ideas –resumo, desde luego– como la autonomía, el cogobierno, la libertad de cátedra, el concurso público para la selección de profesores, así como la importancia de su vinculación con el desarrollo de la sociedad, ideas fundamentales aún hoy en día, pero que deben ser miradas y calibradas de acuerdo con los tiempos actuales, marcados a fondo por la llamada Sociedad del Conocimiento.

De ésta se desprenden, sin duda, otras claves para reflexionar sobre la necesaria transformación universitaria. Claves que vienen asociadas al volumen y rapidez con la que hoy en día se generan y difunden los conocimientos, en sus diversos formatos; al espectacular acortamiento de los ciclos que van desde la creación del conocimiento hasta su aplicación; a la aparición de nuevas disciplinas y subdisciplinas; al trabajo transdisciplinario e interdisciplinario, como imperativo del “pensamiento complejo”, según la expresión de Edgar Morin. Claves asociadas, así mismo, a la globalización del conocimiento, proceso ligado a la naturaleza misma del saber contemporáneo; a la creación del conocimiento como un proceso “socialmente distribuido”, con pérdida del “monopolio epistemológico” de las universidades; a las posibilidades que abre la digitalización y, entre otros elementos, las tensiones que plantea sobre la propiedad del conocimiento; y, por citar un último aspecto entre otros muchos, a los cambios en la docencia, organizados en torno a la necesidad de desplazar el acento de los procesos de enseñanza a los procesos de aprendizaje.

II.

Dentro del marco esbozado arriba el planeta encara el despliegue de la Cuarta Revolución Industrial –expresión, digámoslo así, de la denominada Economía del Conocimiento– sustentada en la convergencia de tecnologías digitales, físicas y biológicas, generadoras de mutaciones muy rápidas y radicales que, de acuerdo con las evidencias que empiezan a estar disponibles, modificará fundamentalmente la forma en la que los terrícolas vivimos, trabajamos y nos relacionamos. Tal despliegue cobra forma teniendo como telón de fondo una severa crisis en el vigente modelo de desarrollo que se manifiesta claramente, aunque no solo, en los graves desacomodos ambientales y que asoma la urgente necesidad de modificar el estilo de producir y consumir. Una crisis civilizatoria, prefieren decir algunos, dada la amplitud de asuntos que envuelve, convertida en un dato inevitable al momento de reconsiderar el papel de las universidades.

III.

El nuestro es un país agobiado por una muy severa crisis política, absorbido por sus urgencias inmediatas y en dificultades, por tanto, para ver los grandes cambios que marcan los días que corren. En efecto, han transcurrido casi dos décadas del siglo XXI, tiempo que en muchos sentidos a Venezuela le ha pasado de lado, sin la disposición colectiva de plantarle cara al desafío estructural que deriva de los profundos cambios –en formato de tsunami tecnológico– que se manifiestan a nivel político, económico, ecológico, cultural, jurídico, ético. Cambios que implican discurrir a lo largo de muchas cosas, incluyendo las universidades, reitero, como parte de un proyecto integral mediante el cual podamos soltarnos las ataduras del siglo XX y ubicarnos en la época del mundo.


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