Clint Eastwood rueda otra de sus películas testamentarias, una de sus falsas despedidas a lo Ilan Chester.

Nos hemos acostumbrado a ellas, soñando con el escenario imposible de la inmortalidad de uno de los mitos de la industria. El cine fabrica la máxima ilusión de permitirnos contemplar al ídolo cada cierto tiempo. Lo mismo acontece con el incombustible Woody Allen, a quien no estamos preparados para ver retirado y menos en su viaje final hacia el olimpo de los tótems de la modernidad.

A los imprescindibles autores de la tercera edad, debemos sumar a Martin Scorsese, Jean-Luc Godard, Agnés Vardá y a nuestra estimada Margot Benacerraf. Los quisiéramos siempre en la pantalla, derrochando inteligencia y lucidez. Las culturas sanas de Occidente honran la sabiduría de los ancianos. Los filósofos pop de la contemporaneidad son los de las luces, las cámaras y la acción.

Así ponderamos el estreno de La mula, la nueva cinta del imperecedero creador de las oscarizadas Unforgiven y Million Dollar Baby. Un viejo zorro en pleno dominio de sus facultades artísticas, buscando sobreponerse a los achaques y las limitaciones naturales de la senectud.

El filme, en primera instancia, plasma la lucha de la mente con el cuerpo. Los planos y las actuaciones del protagonista expresan la serenidad de un espíritu joven apresado en la jaula de un físico en proceso de decrepitud.

Por algo, el largometraje ratifica el dilema del personaje en el espléndido desenlace, al encerrarlo en una cárcel por el delito de colaborar con el tráfico de drogas.

La metáfora del genio sensible, atrapado en un centro penitenciario, hace comprensible una aguda reflexión existencial, política y estética, sin necesidad de dictar una sentencia demagógica por boca de los histriones.

En efecto, la película va a contrapelo del populismo de la temporada de premios y, por tal motivo, pasa desapercibida en listas de nominaciones y entregas de galardones. Los Globos la ignoran, la farándula tiende a subestimarla, parece destinada a morir lentamente en la cartelera. No obstante, su mensaje trasciende en las mentes de los espectadores, los fanáticos y los críticos.

En función de prensa del Trasnocho Cultural, asistimos a la proyección del largometraje del último de los clásicos de la generación de los sesenta y setenta.

Los colegas celebraron el humor negro del guion, la ejecución reposada del ensamble audiovisual, el conjunto de las interpretaciones, la paradoja esbozada por el subtexto. No escuché comentarios negativos o reactivos.

La pieza genera una respuesta de empatía y aceptación, a pesar de la rudeza del conflicto central, en el que el anciano toma el camino de la ilegalidad, para resolver problemas personales y económicos.

Sumido en la crisis financiera, propia de él y de una América silenciosa, decide enrolarse en las filas de un cártel. El grupo irregular, integrado por latinos, le pone el apodo de “el Tata” al carácter de Eastwood, cuya misión radica en trasportar bolsos de cocaína por las carreteras perdidas de un país inmenso. Por supuesto, el realizador es consciente de las implicaciones semióticas de su odisea, al jugar con los estereotipos y los tropos de la historia.

Genéricamente, la dirección vuelve a ilustrar los paisajes minimalistas y desdramatizados de la road movie independiente, a una distancia cercana de la revisión del espacio western.

El jinete pálido regresa a la conquista del oeste, desde la restauración del sentimiento tragicómico de su mentor, Sergio Leone. Por un puñado de dólares, los forajidos establecen una conexión humana con el impasible antihéroe, venido de la galaxia paralela de El gran Torino.

La mula, a partir del título, pasa de contrabando cualquier cantidad de ideas de la resistencia: la libertad de elegir trayectos ambivalentes, la importancia de compartir con los demás, la necesidad de corregir los errores del pasado. De manera discreta, el lobo estepario y solitario de la trama ajusta cuentas con su familia, asumiendo las consecuencias de los actos desafortunados y de la contradicción.

Leemos los tránsitos irregulares del outsider como una representación de sus encargos para el cine. Eastwood reconoce el absurdo de la riqueza fácil, burlándose de la rutina del oficio y del trabajo en general. A su vez, propone un doble combate tanto a las ideas xenófobicas de Trump como a las agendas del progresismo a favor de los inmigrantes. Ambos extremos encuentran un punto medio en la imagen real de chicanos y anglosajones de todo tipo (buenos, malos y feos).

La mula, por tanto, derriba los muros de la bipolaridad y la dicotomía, en franca oposición a los relatos actuales del poder supremacista y autoritario. De seguro, la vida se emparenta más con una culpabilidad repartida que con la inquisición de un hipócrita dedo acusador.

Si Eastwood fuese presidente, las drogas serían legales y se acabarían las cacerías de brujas por su explotación en el seno de las minorías. Los hispanos pudiesen integrarse de aceptar las normas constitucionales de la República. Los infractores pagarían condena.

En resumen, una cinta que sintetiza el pensamiento divergente de un genio.


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