I

Cuando José Rafael terminó las materias obligatorias en la Escuela de Medicina José María Vargas de la Universidad Central de Venezuela, fue enviado como médico rural al pueblito de Paraguachí, en el estado Nueva Esparta. Ya se le llamaba doctor, iba a tener a su cargo un consultorio e iba a ver pacientes y a convivir en la comunidad que le fue asignada.

Su responsabilidad era grande, pues ya no tendría a su lado a ningún profesor que le corrigiera o le atajara un mal diagnóstico. Toda esa guía cercana tenía que haber quedado grabada en su cerebro para poder ponerla en práctica. Debía abrir sus sentidos, observar, discernir, estudiar a solas, decidir, administrar tratamientos. Pondría a prueba cada práctica, cada internado, cada examen, cada lectura.

Una vez en Paraguachí, el doctor comenzó a ver pacientes, desde bebés hasta ancianos, con problemas de todo tipo. Seguro que ninguno tan grave como los que deben verse ahora, porque además por allá por los años cincuenta del siglo pasado había recursos, equipos, materiales y medicamentos para atender a la población. Y, además, llevar estadísticas que luego se enviaban a las oficinas centrales y que darían cuenta del verdadero estado de la salud en cada rincón del país.

De más está decir que el médico era recibido con los brazos abiertos, era adoptado, querido y cuidado, se hacía uno con la gente y participaba de la cotidianidad.

En Paraguachí José Rafael encontró a la que sería su esposa, pero esa es otra historia.

II

Conocí la población de San Casimiro del estado Aragua cuando acompañé a mis padres a dejar a mi hermana en la casita destinada a los médicos rurales de la zona. Recuerdo el calor, la polvareda que levantaba el viento, las casas, las gallinas por las calles. Mi hermana se instaló en la residencia y tuvo que llevar algunos enseres para mayor comodidad, sin embargo, estaba garantizado su desempeño con materiales que aportaba el ministerio.

Recuerdo que asumió con mucho valor la prueba, sobre todo porque para una mujer es siempre todo más difícil, pero en los años ochenta tampoco estaba la cosa tan mala. También visité a mi hermano cuando hizo su rural en el pueblito de El Vigía, en el estado Mérida. El paisaje era de película y la gente tan humilde y bonita.

Se dieron el lujo de repartir pastillas anticonceptivas, poner dispositivos intrauterinos, educar a las mamás en materia de nutrición, vacunar a los niños desde recién nacidos, ayudar a ancianos con sus achaques, contribuir con la erradicación de enfermedades infectocontagiosas, dar charlas sobre las venéreas, hacer partos.

De más está decirles que nada tengo que ver con la profesión, pero creo que esta etapa de la formación de un médico es la más social de todas. El que haga una rural y no se enamore del país es porque tiene el corazón de palo y para médico no va a servir. Lo digo porque los médicos de mi familia son comprometidos, sensibles y empáticos, y cada uno ha vivido intensamente esa etapa.

III

A los muchachos que se están preparando para su rotatorio rural este año les esperan otros retos, más dificultades. A ellos, mi aplauso y mi admiración. Porque el joven profesional que esté padeciendo esta dictadura y todavía insista en que quiere aportar sus conocimientos para salvar al país de las garras de la crisis humanitaria es un héroe.

Hay algunos que tienen más de un mes recolectando la comida que se llevarán para poder sobrevivir en cada pueblo, cada caserío. Tienen que reunir mucho dinero porque deben comprar hasta los artículos de limpieza, a veces muebles, colchones y demás. Los que van más lejos saben que no podrán contar con su familia que los auxilie, así que tratan de ir en grupo, para defenderse.

Las jóvenes médicos rezan porque les toque en un sitio medianamente seguro, pues vivir en una residencia sola a merced del hampa les quita el sueño.

Pero ninguna de esas dificultades se compara con lo que verán, un país devastado por la hambruna, por la desidia. Verán escenas de terror que les helarán la sangre y tendrán que ingeniárselas para poder aportar soluciones. Tendrán que luchar con las uñas contra la desnutrición, las infecciones, las enfermedades contagiosas, la falta de vacunas, la falta de educación.

Pero son valientes, lo sé, son médicos que no están dispuestos a dejarse doblegar por la sinrazón y la maldad. Todavía esa inspiración que tenía José Rafael por allá por los años cincuenta está intacta en cada uno de ellos. Una vez me lo dijo: “Yo lo que quería era contribuir con la salud de cada niño de mi país para que fueran hombres sanos”. Y lo seguirán logrando con talento y vocación, a pesar de las adversidades. Son ángeles de bondad que cada familia envía para que salven vidas.


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