Los primeros cínicos fueron un grupo de filósofos muy interesante de la Grecia antigua. Eran elementos que se burlaban de las comodidades y el materialismo de la sociedad helénica, pues pensaban que su forma de vivir, sencilla y sin la tiranía de lujos y placeres, los conducía a la ataraxia o tranquilidad de espíritu. Como se sabe, apenas utilizaban unas cuantas cosas para vivir, como el famoso cuenco que Diógenes llevaba consigo, el cual se dice que abandonó cuando vio que un muchacho podía beber agua utilizando sus propias manos. Cuenta Diógenes Laercio y el mismo Hegel en su Lecciones sobre la historia de la filosofía, que apenas se vestían y se alimentaban de sobras, por lo que los llamaban los «perros». En definitiva, como dijo una vez OscarWilde, el cínico conocía el precio de todo pero el valor de nada.

Los cínicos que nos gobiernan son, sin embargo, otra cosa, son la antítesis de aquellos; el ejemplo más palpable de la acepción menos respetable que ha ido adquiriendo este calificativo con el tiempo y que apunta a individuos insinceros, desprovistos de algún tipo de virtud, que se burlan conscientemente del esfuerzo de sus semejantes. En esto creo que los revolucionarios chavistas han sido unos campeones. Ahí tenemos por ejemplo las fallas de los servicios públicos, las cuales atribuyen cínicamente y de manera reiterada a elementos increíbles pero nunca a su propia ineptitud y proceder. Pero no solo la burla los hace ser lo opuesto de aquellos antiguos amantes de la verdad, otra característica de la que hacen ostentación es el lujo del que se rodean mientras sus semejantes pasan todo tipo de trabajos.

Hubo una vez en que llegamos a pensar que el mal gusto y la chabacanería eran propios de los adecos. Tanto fue así que aquella famosa revista de humor que dirigió el inigualable Zapata en los años setenta y que se llamó El Sádico Ilustrado, le dedicó un número entero. Pero la cursilería de aquellos señores se ha visto sobrepasada con creces por estos revolucionarios que llevan en el poder dos largas y funestas décadas. El lenguaje engolado, así como la vestimentita y el patriotismo barato que exhibía Chávez se convirtió en el epítome de la cursilería más ramplona. Fue tanto el empeño que ese señor puso en ello que la chabacanería y el mal gusto se han propagado como la verdolaga, copiada a veces incluso por alguno de sus oponentes más conspicuos (que todavía insiste en su hablar barriobajero)  y  continuada con ahínco por un orate que hace las veces de gobernador.

Dentro de toda esta camada de seres insinceros, cínicos y cursis hay uno que destaca por su mediocridad, el cual ha sido embajador en Roma hasta hace muy poco. No solo nos engañó y se burló de nosotros cuando fue fiscal general hasta grados indecibles, haciéndonos creer que veía la sinceridad de sus falsos testigos en su mirada, sino que, no contento con el sufrimiento que infringía a sus semejantes con su proceder político, también se ensañó haciéndonos leer sus poemas vergonzosos. Pero como si la cosa no fuera suficiente, ahora se ha despedido del gobierno con una carta digna de un párvulo atolondrado. Con razón decía Napoleón que de lo sublime a lo ridículo solo había un paso.

Este ser en cuestión ha escrito una carta de despedida del gobierno y del “proceso revolucionario”, debido aparentemente a que la embajada que dirigía ya no tiene presupuesto para seguir dándose la vida que se daba. Una carta adulona y cursi hasta más no decir. Allí dice sentir respeto por la “batalla digna y valiente” que ha librado contra el imperio Nicolás Maduro. Alega que se alista en las fuerzas especiales para atender a los nietos, que ha cargado una cruz por mucho tiempo y que no aguanta más; que se va bailando mazurcas, que ha vendido las joyas de las que disponía y que se va “pelado” como las alas de un murciélago.

Además de su mal gusto y falta de vergüenza este señor debería ser recordado como una de las peores cosas que le han sucedido al país, el cual ha sido gobernado durante todos estos años por una sarta de mediocres entre los que él destaca como uno de los grandes. En algo tenía que ser bueno. Digo yo.


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