Por curiosidad ojeé, hace poco, algunos de los primeros números de SIC, revista fundada en 1938 por un jesuita vasco llamado Manuel Aguirre, tozudo como el que más, con mucha obra buena sobre sus espaldas. Aquellos eran otros tiempos, diría Perogrullo. Claro, el país era distinto, andaba en otras cosas, sus problemas eran diferentes, sus pretensiones también. Aprecié, en ese rápido vistazo, una revista que apostaba por descifrar al país de manera inteligente y, por sobre todo, honesta. Y sentí, en ese momento, que estaba ante la misma revista que leo ahora. La misma que, tanto tiempo después, tengo en la pantalla del computador, tratando de interpretar estos tiempos venezolanos tan enrevesados y conflictivos, en los que casi nada pareciera encontrarse en su sitio, en los que predomina la sensación de vivir en un país que se halla siempre en transición hacia quién sabe dónde, un país precario en donde el hambre se ha vuelto un dato de la existencia, también la difteria, y en el que la cotidianidad es, para cada quien, un acertijo. Un país, en fin, gobernado desde una narrativa revolucionaria delirante, pero que no tiene empacho en admitir la explotación del Arco Minero según los sagrados cánones del capitalismo rentístico, ni tampoco en pregonar la democracia participativa y protagónica desde un gobierno crecientemente autoritario, cuya última evidencia de ello ha sido la convocatoria extemporánea, ilegal y arbitraria a unas elecciones presidenciales, concebidas con el propósito de prolongarle el mandato al presidente Maduro .

SIC es una publicación que he leído consecuentemente desde que tengo uso de razón ciudadana, esto es, a los 18 años, o algo así. Se trata de una revista que muestra, desde luego, la impronta religiosa, pero también (¿sobre todo?) la perspectiva política, en su sentido más amplio. Y no podía ser de otra manera, pues, como escribió en algún lugar Thomas Mann, el responsable de esa obra maravillosa que es La montaña mágica: “…en nuestro tiempo el destino del hombre muestra sus significados en términos políticos”, algo que los jesuitas, me parece, siempre han sabido muy bien. Dentro de ese marco aborda, hoy en día, los temas necesarios y urgentes del debate global y nacional, explorados de acuerdo con los preceptos que gobiernan el siglo XXI, del que, por cierto, Venezuela ya se comió casi una cuarta parte procurando el desarrollo de un proyecto concebido en la centuria pasada y vuelto escombros en el Muro de Berlín a final de los ochenta.

En las páginas de la revista, el lector se ha encontrado, a lo largo del tiempo, con el intento de explicar lo que hemos ido siendo como sociedad, tarea que en el presente se ha vuelto ineludible, sobre todo porque ha querido ser sustituida por un relato político que procura, desde la intransigencia ideológica, redibujar el pasado, definir el presente y trazar el porvenir a partir de un cuento simple que hipnotiza, porque elimina la necesidad de tener que desentrañar las interrogantes que plantea la realidad desde su terquedad, según escribió Hannah Arendt con relación a la experiencia de otras sociedades. En este sentido, la revista pareciera haber asumido en todo momento la idea de que “…quien renuncia al entendimiento, abdica de la ciudadanía”.

Dicho en pocas palabras, siento que SIC ha llevado a cabo, a lo largo de su larga travesía, la prédica sobre la sociedad decente, aquella cuyas instituciones no humillan a las personas, que no lesionan el respeto que los ciudadanos se tienen a sí mismos, tal como la describió hace veinte años el filósofo Avishai Margalit.

Así las cosas, se esté o no de acuerdo con tales o cuales de sus artículos o editoriales, SIC ha sido y es una revista muy bien construida y creíble, edificada siempre conforme a una visión ética de la realidad. Una revista con presencia nacional, que el lector agradece sobre todo por estos días en los que el oficio intelectual se desempeña mayormente en formato de militancia sectaria. Una revista, en fin, que habiendo cumplido sus primeros ochenta años de existencia –un gran mérito entre nosotros, siempre más dados crear instituciones que a criarlas–, tiene muy buen pasado por delante.

Harina de otro costal

En días pasados se reunió la crema y nata de la élite mundial en Davos para asistir al Foro Económico Mundial. Allí el multimillonario George Soros advirtió sobre los peligros de las redes sociales en el orden mundial. Dijo, entre otras cosas sobre las que vale la pena meditar, que “…influyen en cómo las personas piensan y se comportan sin que ellas siquiera lo sepan, con consecuencias en el funcionamiento de la democracia…”.

Las empresas de medios sociales están induciendo a las personas a renunciar a su autonomía, añadió. El poder de dar forma a la atención de las personas se concentra cada vez más en manos de unas pocas empresas. Se necesita un esfuerzo real para afirmar y defender lo que John Stuart Mill llamó “la libertad de la mente”, sin la que “…las personas pueden ser fácilmente manipuladas…”. Este peligro no se cierne solo en el futuro; “…ya jugó un papel importante en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2016…”.

Su discurso remató con la idea de que podría haber una alianza entre Estados autoritarios (aludió a Rusia y a China) y estos grandes monopolios ricos en datos que “…unirían los sistemas nacientes de vigilancia corporativa con un sistema ya desarrollado de vigilancia patrocinada por el Estado”.

Pareciera que Soros se copió de lo que hace mucho tiempo escribió George Orwell. Apenas lo exageró un poco, seguramente porque conoce el animal por dentro.


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